Alma Española Bajo los soportales de esta plaza —ha tres siglos—hubiera paseado, con la altivez hidalga de mi raza, mis fanfarronerías de soldado. Chambergo con cintillo de esmeralda, levantando la capa la tizona; la melena flotante por la espalda y ios mostachos a la borgoñona. De mi patria y mi Dios noble cruzado, tomar una galera o un castillo, y haber dado que hablar mucho a la Fama. Y caer con el pecho atravesado a la medrosa luz de un farolillo bajo las celosías de mi dama. Tener un nombre que sonase a hierro: don César, don Rodrigo o don Fernando, y un escudero dócil como un perro que fuese mis hazañas relatando. Ser héroe de nocturnas cuchilladas, capitán de los tercios más temidos; ensueño de doncellas y casadas y desvelo de padres y maridos. Pasar, después, las horas silenciosas. entregado a las prácticas piadosas, y al llegar de la Muerte a los confines, legar al primogénito mi espada herrumbrosa de orín y algo mellada de degollar herejes y muslines. Entre aventuras y entre desafíos atravesar de Italia las regiones, en el puño y el alma muchos bríos y la escarcela llena de doblones. Gastar sin tasa y derrochar con lujo, y matar más franceses en Pavía que mujeres itálicas sedujo mi española y galante bizarría. Y jugar, en nocturno campamento, sobre un tambor, mientras recorre el viento el alerta tenaz del centinela, a la luz de una hoguera ensangrentada, el último doblón de la escarcela y hasta el puño de oro de mi espada. Desde Italia, tras épicos trabajos, llegar altivo de mi tercio al frente, a una ciudad de los Países Bajos, suelta la enseña y a tambor batiente. Cruzar las landas con el agua el cuello bajo los fuegos de los arcabuces,. y pasar viejos burgos a degüello entre un tumulto de sangrientas luces. Y conducir herejes a la hoguera, y mientras se retuercen en la llama y el pavor de las turbas se apodera, a hurtadillas dejar algún sonoro beso en los frescos labios de una dama de pupilas de azul y bucles dé oro. Lanzarme al mar sobre veloz galera tripulada por viejos lobos, llenos de amor de Dios, cuyo renombre fuera terror de ingleses y de sarracemos. Y sobre un mar de hirviente pedrería abordar, a la luz de la mañana, entre el estruendo de la artillería de los turcos la nave capitana. Hundir mi hacha en el primer turbante; y en tanto que quedase un tripulante, herir sin tregua y matar con saña. Y entre el sangriento estruendo del asalto, izar al sol sobre el mástil más alto la cruz de Cristo y el pendón de España. Desplegadas las velas luminosas entre las pompas de imperial boato, arribar a las playas fabulosas de algún nuevo y remoto virreinato. Y enloquecido por la sed del oro, achicharrar del ídolo ante el ara los pies descalzos de un cacique, para descubrir el lugar de su tesoro. Y abandonar las islas tan lejanas con la cabeza ya llena de canas; y arribar a las costas españolas en la puente de rápida galera, tan cargada de oro que trajera la escotilla rasando con las olas.