Historia de una Gata En mi destierro de Jersey tenia una gata por la que me interesaba vivamente y la que,—antes de ser mi compañera de proscripción—r-lo fue de cárcel, pues había nacido en la Conserjería cuando estuve en ella; hija de una gata blanca que un preso político llevó todavía pequeña y que había visto crecer allí*. La preferí a tres hermanos que tuvo, por su mansedumbre, por su sedosa piel, por su actitud inteligente, por sus grandes ojos de vivas miradas que tenían algo de humano. La obtuve de su dueño, quien me la cedió de buen grado; la cobré especial afección y al salir de la cárcel, Gris,—pues llevaba d nombre del color de su piel,—me siguió al destierro, a Jersey. Extraña impresión sintió aquella gata nacida en un presidio, viajera de cien leguas en el fondo de una cesta, al encontrarse de repente al aire libre, en pleno espacio, a todos los vientos, entre el océano y e" cielo. Acostumbradas sus pupilas a los sombríos pasadizos y a las celdas obscuras en las que siempre fue noche al mediodía, no podía explicarse los esplendores de la luz solar sobre las aguas. Le espantaba el oleaje tumultuoso, su azotar incesante sobre los bancos, el inmenso vaho océanico, acompasado y mugiente. Era tímida, delicada, tierna; todos la querían; desde la prisión se impuso por el afecto; los ladrones detenidos; que eran nuestros criados, se guardaban bien de hacerle daño. Se nos encerraba a las diez de la noche; un enorme cerrojo atravesaba la férrea puerta de la celda, hasta las siete de la mañana, por más que enfermase alguno. A veces, en el momento en que se nos emparedaba, Gris, que no conocía del todo las costumbres de la cárcel, no había entrado aun: los guardias nocturnos la encontraban maullando a mi puerta y faltando a la consigna corrían el cerrojo para que entrase. En Jersey gozaba grandes privilegios. Comía a la mesa, en la cual tenia su plato en un ángulo, manejándose de modo que a nadie incomodaba. En mi habitación era soberana: tenía derecho a la mejor poltrona, y como a los gatos les gusta el lujo, una encantadora dama la había bordado rico y muelle cojín. Durante la noche, para calentarse, se acostaba en mi cama; en el invierno se metía dentro de las sábanas. Cuando sentía demasiado calor, sacaba el cuerpo o la cabeza fuera de los cobertores; yo sentía profunda complacencia cuando, al despertar, encontraba su cabeza al lado de la mía. Era la dulzura personificada. Un día, sin embargo, se tornó feroz. A poco de salir volvió trayendo entre los dientes algo que colocó en medio del cuarto. Era un ratón. Allí estaba el infeliz ratón, inmóvil, silencioso, fija la mirada, estupefacto. Gris hizo que se alejaba; su víctima trató de huir con presteza, pero una zarpada violenta la detuvo: volvió a soltarla y el ratón intentó una nueva huida, pero fue tan desgraciado como en la anterior. Asi pasó ún cuarto de hora, Gris cojiendo su presa y soltándola, permitiéndole por instantes alejarse un poco y saltándole encima con increíble agilidad, recogiéndola de nuevo más y más ensangrentada y moribunda. Hubo un momento en que el ratón comprendió que su enemiga se burlaba de él; desistió de aquel peligroso juego y se quedó inmóvil. Gris se alejó un poco, luego más, volvió la mirada hacia otro sitio, contemplando con atención una mosca que revoloteaba en la vidriera; con todo, este olvido no duró sino cinco minutos. Recobró alientos él desdichado ratón y aunque corrió velozmen te hacia la puerta, ya tenía encima la inevitable garra. Desde aquel momento, por más que Gris se alejara al extremo del cuarto y se entretuviese cazando la mosca o haciéndose al descuido la toilette, el ratón no se movía. Al fin, la gata se percibió de que aquello era un ardid; empleó la violencia y saltó sobre su victima, hundiéndole dientes y uñas en las carnes. El ratón, en efecto, corría tratando de fugarse y lanzando chillidos dolorosos; pero en vano; Gris lo perseguía, lo mordía, lo arrojaba al aire, lo recibía entre las uñas, lo volvía a. lanzar, lo apretaba contra la pared, lo arrastraba, loca, ebria de sangre, espantosa, soberbia y colérica. Erizada de frene-si, brillaban sus ojos como brasas y parecía la tigre que había en el fondo de la gata! Los chillidos de la victima fueron debilitándose, al fin cesaron: lanzada casi hasta el techo, cayó inerte. Había muerto. Gris la consideró un momento, como diciendo ¡ya!, la arrojó con desdén a un rincón y fue a tomar el sol. Presencié aquejla tortura con horror, pero sin intervenir, gozoso de poder reprochar a la naturaleza aquella agonía abominable, diciéndome: “Eso concierne a Dios, que asi ha dispuesto las cosas; no seré yo quién las enmiende: allá se los haya!" Sin embargo, me arrepentí luego de haber permitido aquella atrocidad, y siempre que he visto un ratón presa de un gato lo he protegido. Pero ¿qué les habrán hecho los ratones a los gatos en épocas anteriores a su existencia? Nacen con ese odio hereditario, y si acaso no lo sienten lo bastante, las madres se los inspiran. Recuerdo que la gata blanca de la Conserjería se instaló en mi pieza con sus pequeñuelos y que no tenían aún cinco semanas de nacidos, cuando una noche la madre les trajo un ratón que colocó sobre una losa. Los cuatro gatitos se aproximaron tímidos y curiosos; la gata comenzó su lección de tortura cogiendo y soltando alterrtativamente su presa; pero como las celdas no son tan espaciosas como las alcobas, y como la madre, atenta a sus hijos, no vigiló lo suficiente al ratón, éste pudo escaparse de prisa. El descontento y la humillación de la gata no tuvo límite; sentía sobre si las miradas de sus cuatro hijos que parecían decirla: y bien? Su dignidad de madre y su odio de gata estaban comprometidos y ultrajados; movía la cola airada, y como uno de los gatitos se acercara para acariciarla, y le pisase la cola, le dió tal arañazo que lo hizo rodar debajo de la camai El ratón se habia escapado por el intersticio de una plancha de metal de la chimenea. La gata se colocó frente a frente a aquel agujero, fija la mirada, inmóvil; cuando se convenció de la inutilidad de su vigilancia, pues el ratón no salía, resolvió entretenerse con sus hijos. Transcurrieron tres días después de esta aventura que ya había olvidado cuando vi aparecer al borde del agujero a un ratoncillo de amortiguados ojos, que parecía buscar a alguien. La gata madre acababa de salir y los cuatro gatitos dormían en un rincón sobre una piel de carnero que se les había comprado. El ratoncillo adelantó las dos patitas delanteras, luego su cuerpo enflaquecido y estenuado; probó a dar algunos pasos con lentitud; cayó sobre el dorso y expiró. Sin duda el agujero no llegaba hasta la pared o ésta era demasiado maciza y no tenja grietas en donde ocultarse; el ratoncillo había pasado allí tres días sin comer, prefiriendo morir de hambre, antes que tropezar de nuevo con el terrible felino. AUGUSTE VACQUERIK