DE LA RELIGION. . intereses individuales con los del común, hagan al hombre virtuoso por su propia conveniencia y por,miras temporales. Y así, en vez de escitar a los gobiernos á qué conserven en todo su-vigor el espíritu religioso, -trabajan por apagar-hasta laS- últimas centellas de este sagrado fuego, que es un elemento de vida para las sociedades como para dos individuos. ¡Pero cuán errados son estos cálculos! Lejos de ser las leyes las que íbrman las costumbres de los ■ pueblos, las mas sabias y mejor combinadas no pueden into3|ucir-se ni observarse en ellos si les falta el apoyo dé la Religion> y de las costumbres. - No basta para hacer á los hombres justos y benéficos el estampar estas pocas líneas en un código, aunque sea fundamental. Horacio, búen conocedor del hombre, decia: ¿Quid vana; sine moribus leges ■projici.untl Y en verdad, ¿de qué sirven las buenas leyes, si los encargados de aplicárlas son los primeros que las quebrantan? El síntoma menos equívoco de la corrupción y decadencia de los pueblos es la multiplicación de leyes y reglamentos. En esas épocas ominosas de degradación, en que el epicurismo' domina en la sociedad sobre las creencias, y el vicio descuella sobre la virtud, se verifica con frecuencia el ingenioso dicho de Anacharsis á Solon,“ que las leyes son semejantes á las telarañas, que solo envuelven a las moscas pequeñas, y son destruidas por las grandes: los hombres poderosos y astutos las eluden fácilmente.” Ademas, las leyes solo velan sobre los delitos públicos y no alcanzan á los secretos: solo prescriben los deberes de justicia, y nada ordenan con respecto a los de beneficencia, que no son los menos necesarios a la sociedad. Es menester, pues, buscar otra moral distinta de la política, y ün poder superior al-del magistrado y el verdugo,- que no deje im-pune ningún crimen. Los legisladores de la antigüedad estaban bien persuadidos de esta verdad cuando para hacer respetables sus leyes, las dieron un carácter sagrado y las ofrecieron á los pueblos á nombre de la Divinidad. Todos ellos, á escepcion de Confucio, que fué mas bien filósofo que legislador, fundaron la política sobre lá Religión. Y en nuestros dias, ¿no se ha visto al ateismo fran-cés aterrado del espectro de la nada, dejarse caer de las manos el hacha destructora con que había derribado el altar-y el trono, é invocar al Dios del universo para que reanímase el cadáver palpitante de la sociedad? Pero á lo menos, el interés que resulta al hombre de > la virtud, ¿no será un resorte bastante activo para mover su corazón á practicarla? Este es el paladión en que se ha encastillado últimamen- , té el ateísmo y epicurismo moderno. “ Es un error, dicen sus parti-