do nada por esperar. “Pero, diréis, llegaremos demasiado tarde a esas tierras de Cffiaán despojadas ya por el otoño”. Sí, tarde para las pequeñas vendimias, pero no para las glandes. las de los ejércitos.—Si los vinos rosados, si los vinos grises han s do fermentados ya, son nuestros soldados quienes habrán de beberlos. En el Mosa, en Mosela, en Lorena, hasta las pendientes cobrizas del Rhin, se vendimiará, sin cuidarse de la esta-c ón. Y cuando el bren viñador de Francia ebrio de gloria haya regresado a su hogar, a su granero, a su pequeña bodega, las mujeres, las niñas, ya crecidas, le servirán lentamente, más tarde, el vino de 1914 y de 1915, el vino generoso del recuerdo, que valdrá por todos los vinos crudos, por todos los vinos raros.—“Fuimos nosotras, recuérdalo, quienes nos enrojecimos las manos en la vendimia”. El rMponderá: “Lo recuerdo. Yo me las enrojecía también”. En el hogar, cuyas paredes tienen un afelpado más suave que la cepa de !as botellas, mirarán cómo se crispan los sarmientos torturados por el fuego y cada uno encontrará en ellos el espasmo de su pasado. Las mujeres rc\ ivirán en aquellas flamas los largos silencios de las veladas, en la casa estupefacta, y el héroe escuchará en el crepitar de la madera seca el tac-tac rabioso de la ametralladora. Entre la sarabanda del chisporroteo los niños verán flores y moscas de oro; el padre verá allí cohetes e incendios. Y por muchos inviernos así, poco a pqpaf^paladearán el vino respetable de la victoria. El refrescará las gargantas enronquecidas por La Marsellesa. No se prodigará, no será llevado a la mesa sino en las fiestas de familia y en los aniversarios. Y, en aquellos tiempos, nuestros enemigos también destaparán sus botellas, pero sin alegría, en una Alemania herida y deshonrada. Tendrán, ciertamente, sed siempre—más aún que antes! Guardarán siempre la superstición de sus zafias borracheras. Repetirán siempre el vino a los pies de at cilla de los Bávaros. Levantarán siempre si s copas eruditas, sus copas de Bohemia, todas las vasijas y jarros de sus viejas leyendas, pero el Johannisberg habrá desechado la azúcar de. sus buenos tiempos, el Ru-desheimer, el Liebfrauenmilch les ras-1 aran la garganta y en el grueso tarro en que brindando a nuestra muerte mojó Bismark tan a menudo los bigotes flavos, la santa cerveza nacional tendíá por una eternidad, el sabor de la derrota. HENRI LAVEDAN. Ni ÍL * * .i n f- * v • ;-r -y* — Un reg miétito alemán se detiene pt ra dejar paso a varios trenes de aprovisionamiento. ■ . i