' A. Vt Si8i«3Ív » ’< rienta, pero siempre salía de estas pruebas más hermosa, más joven, más radiante. Nunca se le oía exhalar un lamento. A pesar de que ella no hablaba jamás palabra, pronto se divulgó su arte de curar. Y las gentes la atormentaban con sus sufrimientos, aun comprendiendo los sacrificios que en su pro hacía. Decíase que la reina estaba expuesta a todos los contagios, y no consentía que se la preser-vase de ellos, particularmente tratándose de niños. No tardó en tocar ella misma la pobreza. Pensaba procurarse trabajo; pero al cabo de algún tiempo no tenía nada, ni para atender a su propia persona; no podía hacerse la más pequeña ilusión: siempre le faltaban los medios. Así, a pesar de los numerosos subsidios de su tierno esposo, le ocurrió como a Santa Isabel: apenas poseía un manto. Su nombre era mil veces bendecido; se buscaba la ocasión de acercarse a ella, de tocarla, de robarle una mirada, porque el brillo de sus ojos consolaba a quien la mirase. Se consideraba feliz y tranquila, y su destino era completamente bueno, no apartándose de Dios. Nadie sabía resistir a la paz que de ella se desprendía. Más difíciles de sobrellevar eran las horas de olvido, cuando había apaciguado alguna discordia, y debía abrigar, allá en su interior, míos propósitos. Hacía por olvidar, en tal instante, que todo ello era parte de su dón tonccs, su paciencia fue inalterable, y las gentes olvidaban que la habían tratado mal, imaginándose que habían amado siempre a su reina, y nunca la desconocieron ni insultaron. Dulcemente, una sonrisa llegaba hasta su corazón: una mirada de sus ojos les había dado el olvido. Para ella fue una prueba especial el haber devuelto al buen camino a un hombre, víctima de una perniciosa tentación/ y tener que sufrir por tal hecho remordirnicntos y todas las torturas de la conciencia; como si ella misma hubiese cometido la falta. Pesaba esto demasiado, porque ella se juzgaba inocente, y, sin embargo, su pobre corazón palpitaba, noche y día, mortahnente angustiado. En ocasiones, comprendía que tal estado era pasajero, semejante a* todos los demás, pero el sufrimiento era terrible. Un día oyó a una pobre mtujer que le suplicaba:—“¡Bondadosa reina, mi único hijo se muere, y sé que poseéis hierbas que ciíran lo que nadie puede curar!” Sin vacilar, se dirigió hasta el lecho de muerte sobre el cual agonizaba el niño. Volvió a abrir éste sus ojos medio cerrados, y miró a la reina todavía una vez. Esta sola mirada bastó para que reardiese la llama interior de su cuerpo; el pecho recobró su respiración, los labios descoloridos y fríos tornáronse rojos y calientes, y aquella madre, reconocida, se arrojó a los pies de la reina, abrazando sus rodillas, vienda ya a su hijo fuera de peligro. Esta vez, cuando regresaba a su palacio la reina, se sintió tan fatigada como de ordinario, y no obstante, un grave mal, la muerte misma quizás, debía espiarla. Cuál no sería su impresión cuando vió al día siguiente caer gravemente enfermo a su hijo único e ir a grandes pasos al encuentro de la muerte “¡Dios mío! ¡Dios mío!—gemía—no me pidáis este sacrificio, que es su-perior a mis fuerzas!” Vanas eran sus súplicas. De nada le servían sus cuidados y su experiencia Su prop’a mirada había perdido su poder. El niño no abría los ojos; sólo hablaba, balbuciente, de ángeles extraordinariamente hermosos y de flores, hasta que se le quedó en sus brazos, pálido e inanimado, mientras que aquella desventurada mujer, herida, sin una lágrima, sin fuerzas, sentía únicamente el dolor que la devoraba. De entonces, su dón parecía que había huido de ella. La gente creía que había perdido la fe en sus hierbas milagrosas. Por aquel tiempo, la vida presentábase con tintes negros a la pobre reina. Maldijo ésta su plegaria y se maldijo a sí misma. Acusábase de haber hecho recaer sobre su esposo el peso de su propia desventura. ¡El mundo se le ofrecía lleno de tinieblas, sumido en una noche sin aurora, sin primavera, sin árboles hermosos, sin cantos de pájaros, sin na-