Trenes militares rumbo a la guerra. La Partida de Billar Por Alfonso Daudet Los soldados están rendidos de cansancio: como que llevan batiéndose dos dias y han pasado la noche con la mochila a cuestas bajo una lluvia torrencial. Y eso no obstante, van ya tres horas que se les deja consumirse “en su lugar, descansen," metidos dentro de los charcos en las carreteras, dentro de los barrizales en los campos empapados. Sin fuerzas por la fatiga y por las malas noches anteriores, y con los uniformes chorreando agua, arriman-se unos contra .otros para calentarse, para sostenerse. Los hay que duermen de pie, apoyados en la mochila de su vecino y en ésos rostros inmóviles, con el abandono del sueño, es donde mejor se ven la laxitud y las privaciones. La lluvia, el fango, la falta de fuego, la falta de rancho, el cielo cerrado y obscuro, el enemigo a quien se siente en derredor. Esto es lúgubre..... ¿Qué hacen allí? ¿Qué pasa? Los cañones, con la boca apuntando hacia la selva, tienen el aspecto de acechar a alguna cosa. Las ametralladoras emboscadas miran con fijeza al horizonte. Todo parece dispuesto para un combate. ¿Por qué no se ataca? ¿A qué se espera? Se esperan órdenes, y el Cuartel general no las envía. Sin embargo, no está lejos el Cuar tel general. Es ese hermoso castillo, estilo Luis XIII, cuyos rojos ladrillos, lavados por la lluvia, relucen a media ladera entre los matorrales. Morada propiamente de Príncipes, muy digna de engalanarse con el pabellón de seda de un' ^fariscal. Detrás de un gran foso y una rampa de piedra que los separan del camino, suben los prados artificiales, lisos, verdes y festoneados por macetas de flores, en derechura hasta la escalinata de ingreso. Al otro lado, hacia las habitaciones de confianza, las alamedas forman calles de árboles luminosas; el estanque donde nadan los cisnes aparece como un espejo; y bajo la techumbre, como de pagoda, de una inmensa pajarera, aletean y hacen la rueda los faisanes dorados y los pavos reales lanzando agudos gritos entre el follaje. Aun cuando los dueños están ausentes, no se nota allí el abandono, ese gran “dejadlo todo" de la guerra! El oriflama del Jefe del Ejército ha preservado hasta las menores florecillas de los prados artificiales; hay algo de extrañeza al encontrar tan cerca del campo de batalla esa tranquilidad opulenta originada en el orden de las cosas, le correcta alineación de las masas arbóreas, la profundidad silenciosa de los pasos. La lluvia, que amontona allá abajo tan sucio barro en los caminos y excava roderas tan profundas, aquí no és más que un chaparrón elegante, aristocrático, que aviva el rojo deUos ladrillos y el verde de las praderas, que da lustre a las hojas de los naranjos y a las blancas plumas de los cisnes. Todo reluce, todo está apacible. Verdaderamente, sin la bandera que flota en la crestería de la techumbre, sin los dos centinelas que hay de guardia sobre la verja, nadie pensaría que estaba en el Cuartel general. Los caballos descansan en las cuadras. Acá y allá se encuentran asistentes y ordenanzas con traje de cuartel dando vueltas al rededor de las cocinas, o algún jardinero con pantalón encarnado, paseando tran-■quilamente su rastrillo sobre la arena de las grandes calles de árboles. El comedor, cuyas ventanas dan a la escalinata, permite ver una mesa a medio levantar, botellas destapadas, vasos llenos y vacíos sobre el mantel arrugado, todo un final de banquete después de irse los comensales. En la estancia inmediata óyense voces altas, risas, bolas de marfil que ruedan, copas de cristal que chocan entre si. El Mariscal está ocupado en jugar su partidita, y he ahí por qué espera sus órdenes el ejército. Cuando el Mariscal ha comenzado la partida, ya puede hundirse el firmamen-