19 de Octubre, 1924. REVISTA CATOLICA 705 DE TAL PALO TAL ASTILLA NOVELA POR D. JO SE M. DE PEREDA. I Pateta. Si no fuera por ese privilegio maravilloso y descomunal que se ha otorgado a los novelistas para descubrir lo más recóndito, leer lo que aún no está escrito, y hasta hablar de lo que no entienden una jota, apuradillo me viera yo en este instante para describir el lugar de la escena con que doy comienzo a la presente historia. Tan oscura es la noche, tan deshecha la tempestad, tan ' \ profunda y angosta la hoz en cuyo esófago mismo hemos de penetrar para ver lo que allí pasa. Cierto que, siguiendo los procedimientos de muy acreditadas escuelas, alguien en mi caso intentara un esfuerzo de inducción, aplicando ora el oído, ora las narices, ora las manos, ahí donde los ojos son inútiles por la intensidad de las tinieblas; y anotando este rumor y aquel estruendo, cierto tufillo de sótano o de ortigas o de musgo, tal cual aroma de poleos y zarzamora, y haciendo con todo este acopio una discreta y erudi-ta excursión por los campos de la geología, de la y química orgánica, de la física experimental y hasta por la Le.p de aprovechamiento de aguas, llegara a darnos, no ya las partes componentes del misterio, sino su panorama en realce con su flora y su fauna correspondientes. Yo admiro tan ingeniosa sapiencia; pero sin rubor declaro que no la poseo, y que, por ende, no intento salir del a-puro, valiéndome de tales procedimientos. Lo mismo fuera meterme con los ojos cerrados entre el V fragor de un terremoto. Novelista, aunque indigno, al privilegio me a-garro, y amparado con él, allá va en cuatro palabras la descripción del cuadro, como si viéndole estuviera a la luz del mediodía. Presupuesto que el lector sabe lo que es una hoz, repítele que la de mi cuento es muy angosta, lo que es causa de que el río tenga poco espacio en qué tenderse, y de que se estire y se retuerza en su afán de salir cuanto antes a terreno despejado. Alzanse los dos taludes de las mon-v tañas casi a pico; circunstancia que no les impide 'estar bien revestidos de césped y jarales, y muy poblados de robles, alisos y abedules; ¡y es de ver cómo estos árboles se agarran a las laderas para tenerse derechos, y alargan sus copas a porfía para recoger al paso los pocos rayos del sol que se atreven a colarse por aquella rendija! El áspero graznido de la ronzueUa; el grito lamentoso del cárabo solitario; el susurro de la brisa entre el follaje, y el sordo murmurar del río oculto en las asperezas de su cauce-, son de ordinario los únicos ruidos de aquella soledad me-L-xlancólica y bravia. Los caminantes que la atraviesan a lo largo, oyen el son de sus cantares repercutidos en los pliegues de los taludes; y hasta un suspiro halla en ocasiones eco misterioso que le repita y le propague. Nada más tranquilo que aquella naturaleza lóbrega y meditabunda. ¡La calma de los volcanes! Juzgue el lector si la comparación viene a pelo, acercándose conmigo a la embocadura de la barranca en la noche en que comienza este verídico relato. El río, impetuoso y embravecido por la lluvia torrencial que cae hace dos horas, no cabe en su estrecho cauce, y ruge espumoso, y salta y se despeña, y se lleva por delante árboles y terreros, con sus aguas desbordadas, que garras parecen con que trata de asirse a lo que encuentra al paso, asustado de su vertiginosa rapidez. En tanto, el huracán, oprimido entre los muros de tan estrecha y retorcida cárcel, silba y brama haciendo a ratos enmudecer al río; y troncos poderosos, y débiles arbustos, y rastreros matorrales, se inclinan a su paso, dejando oír sobre sus copas desgreñadas, al herirlas el pedrisco, el estridente machaqueo de una lluvia de perdigones sobre láminas de acero. Por imposible se tuviera que sobre estos ruidos juntos llegara a descollar otro más fuerte; y, sin embargo, cosa de juego parecen cuando, muy de continuo, retumba el estallido del trueno, y crece y se multiplica de cueva en cueva y de- peñasco en peñasco- Entonces, al iluminar los relámpagos el temeroso paisaje, los robustos árboles adquieren formas monstruosas. Diríase, al verlos tocar el suelo con sus ramas, y enderezarse luego entre los cien caprichos de la sombra, que son gigantes empeñados en cruenta batalla, y que, en grupos desordenados y tu-multosos, riñen y se abofetean, se insultan y se enardecen con la tremenda voz de la tempestad deshecha. A los habitantes de las tierras llanas les es muy difícil formarse una idea de estos furores que a-parecen, estallan y se disipan en dos horas. Los mismos montañeses de los valles abiertos se dan escasa cuenta de la facilidad con que se desborda un río entre dos montañas de rápidas vertientes, y de cómo retumban allí los truenos, y brama el viento mismo que en sus praderas y cajigales pasa sin causar el menor estrago. Quiero decir que no son peras de a libra en la Montaña espectáculos como el que voy describiendo, sobre todo en verano; y por ende, que no crea el lector que este modo de comenzar un libro implica la necesidad de que corresponda la magnitud de la escena a la grandiosidad del escenario. Y así es, en efecto. Todo lo que tengo que decirle, después de lo que le he ponderado lo temeroso de la tempestad, es que mientras duró su mayor furia, a menos de la mitad de la hoz, en el angosto sendero que serpentea a algunas varas sobre el río, en la vertiente de la izquierda, dos hombres, uno a pie y otro a caballo, permanecían agazapados y al abrigo de un espeso ma-