(Viene de l« Pdgina, Cnatro) dijo que advirtiera a usted que uno de sus amigos intimos lo va a traicionar". Sonoras carcajadas apagaron las últimas palabras de Serrano. Los comensales, ya cerca de la media noche, se fueron retirando, y en la mesa del candidato a la presidencia, sólo quedaron éste y el general Vidal. El gobernador de Chiapas hablaba con calor, mientras que Serrano dejaba caer constantemente la ceniza del cigarro sobre un plato, al mismo tiempo que con el mango de un cuchillo hacía figuras sobre el mantel que cubría la mesa. Una hora después se levantaban los dos generales. Vidal se despidió del candidato, dirigiéndose, acompañado de los hermanos Peralta, al hotel “Moctezuma”, donde tenía reservado su alojamiento. Cuernavaca interrumpió su quietud • el domingo, viendo desfilar por sus calles un buen número de automóviles y camiones ocupados con- turistas de la ciudad do México, la mayor parte de ellos, extranjeros. Entre éstos se encontraba Mr. Schoenfeld, primer secretario de la Embajada americana en México. Serrano estuvo platicando breves momentos, antes del medio día del domingo, y frente a la Jefatura de Operaciones Militares del Estado de Morelos, con el general Juan Domínguez. Los dos militares discutieron acaloradamente, y al despedirse, ambos daban muestras de satisfacción. Poco después de las siete de la noche, Domínguez y Serrano se encontraron nuevamente en la cantina del hotel “Bellavlsta”. A iniciativa de Enrique Monteverde, se organizó, entonces, un partido de dominó. Serrano escogió como compañero a Domínguez y Monteverde a un oficial del Estado Mayor del jote de las Operaciones Militares. No había terminado el primer juego, cuando Domínguez se levantó rápidamente de su asiento, y dirigiéndose a una de las puertas de la cantina, gritó: , 3 —Compafiero Puente, venga ■usted acá. Un hombre de cuerpo bajo, delgado, moreno, vistiendo un traje mascota con sombrero texano de color blanco y botines de color bayo, entró a la cantina. Era Ambrosio Puente, gobernador del Estado de Morelos. —¿Qué hace por aquí, general?—dijo Puente. —Pues “echando” un “partidito^ con mi general Serrano—, respondió Domínguez, y llevó, del brazo, al gobernador, hasta el lugar donde se encontraba el candidato a la presidencia. Serrano y Puente se abrazaron. Después, el gobernador fue presentado a Monteverde. —Hombre, ¡qué guerra me dan los empicados de su rancho, general’—, dijo Puente a Serrano, al mismo tiempo que ocupaba un asiento, organizándose un nuevo partido, a propuesta de Monteverde y quedando el candidato y el jefe de operaciones por una parte, y Monteverde y el gobernador por la otra. ____Y ¿qué le pasa con “La Chicharra r -—insistió Serrano, al mismo tiempo Qu€ agitaba las piezas del dominó. 1 nenie no volvió a hablar, ocupado en arreglar cuidadosamente sus piezas. El partido empezó animadamente. ' a en los últimos movimientos, el entusias-nw fue mayor, obteniendo el triunfo Serrano y Domínguez. —¡Ganaron los antirreclcccionistas! dijo Domínguez en tono festivo. Ptiro después de varios encuentros, la victoria fue de Monteverde y Puen- te. —Perdieron los antirreeleccionistas! —comentó el jefe de las Operaciones Militares. —¡Perdieron! — agregó Puente, al mismo tiempo que se despedía del candidato presidencial y de su compañero de partido. —¿Cuándo regresa usted, a Mexico, general? — preguntó el gobernador Puente a Serrano. —Hombre, no lo sé; pero supongo que nos acompañará usted el día 4. —¡Se me olvidaba! Si es el día de mi general.... (el onomástico). No acababa de marcharse Puente, cuando salieron de la cantina Serrano, Domínguez y el general Vidal, que en estos momentos llegaba. Y los tres generales montaron en un automóvil y desaparecieron. Cerca de media noche regresaron Vidal y Serrano al hotel, y se dirigieron rápidamente a la habitación del candidato, en donde se encontraban reunidas más de diez personas. Y mientras se efectuaba aquella reunión, el general Juan Domínguez, a-compañado de varios oficiales de su Estado Mayor y de una escolta de cincuenta hombres, salía por la carretera de México a Acapulco, con rumbo a Cuautla. A las dos de la mañana dos misteriosos automóviles llegaron de México, se detuvieron frente al hotel y sus ocu- EL HONDO DRAMA DE TRES MARIAS 1 ■ .. i### Sí li i i ■ ■ ■ > . v: Í /< ■ J .1 wt* ¡•ítóv-My . . ' /Xé^OX'zX'v.-." ■.W.. i Sil# '' - 1 t*"" ' '■ ¡ General Francisco R. Serrano, acompañado del general Arnuljo K. Gómes. pautes se dirigieron rápidamente al a-lojamiento de Serrano. LA ACTITUD DEL GOBERNADOR PUENTE En uno de los portales cercanos al viejo palacio de Hernán Cortés, ocupado por el gobierno del Estado, sentado en una banca y envuelto en su tilma, estaba el gobernador Puente, acompañado del Inspector General de Policía de Cuernavaca, tres oficiales de la Jefatura de Operaciones Militares y dos particulares, tomando café negro y observando, desde su asiento, todo lo que acontecía frente al hotel “Bellavista”. —¡Identifiqúense ustedes!—dijo Puente con energía a tres personas que habían llegado al portal. Y reconociendo, agregó maquinal me lite: —Comerciante.. .. periodista.... -y agrarista.... Muy bien. Pero volviéndose al Inspector de Policía y a los militares, les ordenó: —Me detienen a todos los sospechosos,—y acompañado de los tres particulares desconocidos se dirigió a la oficina de telégrafos, a fin de celebrar una conferencia con el Presidente Calles, según dijo el Inspector de Policía. Los oficiales y el Inspector de Policía se alejaron también del portal, sentándose en una banca de la plaza frente al hotel. —Pos lo ques mañana tenemos ‘bola’ —dijo la mujer que vendía café, riendo maliciosamente, mientras agitaba las brasas con un gran 'aventador*, preparando unas tostadas. —Ya dieron orden de acuartelamicn-tr y el gobernador va ‘pa’ la capital, asi que despáchese pronto, porque yo ya me voy!—agregó la mujer. En las primeras horas de la mañana del día 3 (lunes), un gran movimiento de tropas se observó hacia el Sur de Cuernavaca, cuando varios camiones cargados de soldados salieron rumbo a Cuautla, mientras que llegaban otros tantos. La mayor parte de la guarnición había sido cambiada rápidamente. Mientras tanto, Serrano, acompañado de Enrique Monteverde, Antonio Jáure-gui, Otilio González y Miguel Peralta, estaba ya sentado en los portales del hotel ‘Bellavista’, poco después de las seis de la mañana. Ordenó a Peralta que fuera a la Jefatura de Operaciones; pero éste regresó pocos minutos después, diciendo nerviosamente: —General. ¡Domínguez se ha marcha do a Cuantía! El candidato a la presidencia hizo un rápido movimiento de sorpresa, al mismo tiempo que ordenaba a Jáuregui que recogiera algunos papeles de su cuarto. Jáuregui regresó inmediatamente con los papeles y poniéndolos Serrano bajo el brazo, abandonó rápidamente el hotel. Peralta se dirigió al hotel ‘Moctezuma*. Los amigos de Serrano que estaban aún en el hotel, ajenos al giro que habían tomado los sucesos, advertidos del peligro abandonaron sus lechos y salieron a la calle caminando en todas direcciones; la mayor parte de ellos con rumbo a la estación del ferrocarril. LAS APREHENSIONES —¡Ríndase, general!—, ordenó el gobernador Puente, quien a las ocho de la mañana y al frente de más de cincuenta soldados, se precipitó violentamente al interior de la casa del Príncipe de Pignatelli (entonces ocupada por el propietario de1 hotel ‘Bellavista’) en donde se encontraba el general Serrano. —¿De qué se trata?—preguntó Serrano, con su habitual tranquilidad. —¡Traidor!—exclamó Puente, indignado.—¡Usted es un traidor!.... Puente se ahogaba. Jáuregui pretendió arrojarse sobre el gobernador, pero varios soldados lo detuvieron y después de desarmarlo, lo golpearon. —¡Cobardes! ¿Qué delito hemos come tido?—gritó Serrano. Serrano fue desarmado igualmente. —¡Entregue esas armas? ¡Entregue esas armas!—exclamaba Puente, fuera de sí, mientras que lanzaba los más du ros improperios. —A estos tres,—dijo el gobernador de Morelos dirigiéndose a un oficial y señalando a Serrano, Otilio González y a Monteverde,—me los lleva usted a la Jefatura, y a este mocoso a Palacio. —No; yo quiero ir con mi tío!— dijo el joven Jáuregui. —¿Con su tío? Pues a correr la misma suerte!—respondió Puente, riendo. Y los cuatro fueron conducidos en una doble fila de soldados, a la Jefatura de Operaciones. ¡HAGA USTED LO QUE GUSTE! —Ya terminó la tragedia, ahora va a empezar la comedia, dijo un oficial al ver llegar a Serrano y a sus acompañantes. Mientras tanto, y en los momentos en que salían precipitadamente del hotel ‘Moctezuma’, habían sido aprehendidos el general Vidal, los hermanos Peralta, Augusto Peña y Alonso Capotillo, quienes desde luego también fueron llevados a la Jefatura de Operaciones. Cuernavaca presentaba a esa hora— nueve de la mañana—, un aspecto mili tar. Grupos de soldados recorrían la población; varias ametralladoras eran colocadas frente a la Jefatura de Operaciones y frente al Palacio de Gobierno. Numerosos civiles desconocidos, habían sido aprehendidos en las calles e internados en la Inspección General de Policía. Una hora después, el gobernador Fuen tj se presentó en la Jefatura de Operaciones y haciendo llamar ante él a los generales Serrano y Vidal, les dijo que ya el general Calles tenía las pruebas suficientes de que pretendían hacer un movimiento armado. —Ustedes pretendían corromper al general Domínguez, como corrompieron a Almada, haciéndolo que anoche se le-v Lara en armas en México. ¿Con que una revolución? Pues ya verán a lo que les va a saber la revolución! —Un fusilamiento y nada más— dijo Vidal, calmadamente—; pero lo único que pedimos es garantías para nuestros partidarios. —Yo no sé de eso—dijo Puente—-. Los voy a mandar a todos a México. —¡Está bien, hombre, haga usted lo que guste?—comentó Serrano, dándola media vuelta. En esos momentos llegó un empleado de la Embajada americana, quien después de identificarse, pidió hablar con el general Serrano. —General, tengo órdenes de preguntarle si algo se le ofrece. —No; gracias. Un incidente sin importancia. Nos van a enviar a México x donde arreglaré el caso tan luego co mo habla con el Presidente. El empleado insistió; pero Serrano le ratificó su confianza en que nada gra ve pasaría. . Vidal intentó entonces entregar al empleado de la Embajada una cartera; pero Puente le negó esta gracia. Media hora después, varios soldados amarraban a los prisioneros fuertemen te, colocándoles las manos en la espalda. Solamente dejaron libre de ataduras a Serrano, a Martínez de Escobar y a Peña. A los dos primeros, debido a las protestas que formularon, y al ter cero, debido a que le hacía falta la mano derecha. —¡Francisco R. Serrano!—gritó un oficial desde la calle y Serrano apareció acompañado de varios soldados, siendo inmediatamente puesto a bordo de un automóvil. —¡Carlos A. Vidal!—siguió el oficial llamando, hasta completar catorce personas. Eran también, exactamente, catorce automóviles; pero habiéndose puesto un preso en cada coche, y habiéndose destinado el primero como explorador, tino de los detenidos quedaba en la Jefa‘ura: era Enrique Monteverde. Este su hubiera quedado, pero debido a su propia petición fue subido al coche o-cupado por Serrano. Y los catorce automóviles, llevando a los catorce prisioneros con diez soldados cada uno, partieron hacia el Norte, por la carretera de México. Penosamente subieron los catorce co ches la cuesta de Huitzilac, y en varias ocasiones los soldados se tuvieron que bajar para empujar los autos. Los detenidos iban silenciosos, a pesé./ de las constantes burlas de que e-ran objeto de parte de los soldados, especialmente los civiles. Pero todos iban resignados, y sólo esperando con ansia la prometida llegada a la ciudad de México, en donde creían encontrar su libertad. Pero la travesía de la sierra del A-jusco fue hecha poco a poco, cuando los prisioneros, poco después de pasar Tres Marías, empezaban a admirar la grandeza del Valle de México, en uno de los puntos más altos del Ajusco la caravana se detuvo bruscamente. CLAUDIO FOX, EN ESCENA Veinte camiones, obstruían el paso. Doscientos soldados de Supremos Poderes al mando del general Claudio Fox s- encontraban alineados a la orilla del camino; cuatro ametralladoras Thompson estaban preparadas. Era la una de la tarde. Se dió orden a todos los prisioneros para que se bajaran de los coches. Varios se rehusaban, entre ellos Martínez de Escobar y Alonso Capotillo; pero los soldados los bajaron, a empellones. —¿De qué se trata, compañero?—preguntó el general Miguel A. Peralta a Fox. —¡Qué compañero qué nada!—res pondió Fox—hágase para allá, y ya verá. —¿Pero qué es esto?—interrogó Serrano, sorprendido. —¡Que te prepares a bien morir—dijo Fox, sonriendo.—Es todo. —¡Pero esto es horrible?—■ exclamó Martínez de Escobar. —Pero hombre, esto no es posible; dé-janos llegar a México—insistió Serrano. —¡Háganse para allá! ¡Háganse para allá!—ordenó imperiosamente Claudio Fox; pero como los detenidos no o-bedecieran, varios soldados, a culatazos, los condujeron hasta la orilla del camino. Un momento después, las cuatro ametralladoras funcionaron, y catorce cadáveres quedaron tendidos en el camina PAGINA 14