LOGOS 3 iisterios de Isis.-Iniciación de Pitágoras [Recomendamos el presente escrito como una joya masónica] (Concluye') derna ha podido ser aventajada. Pudo no tar que el techo de cada una de las estancias se componía de un solo monolito, y que antes de llegar a ellas había que atravesar una multitud de criptas de grande extensión, cortadas por sendas tortuosas que ningún extraño habría podido recorrer sin guía, pues ninguna ofrecía señal característica que la distinguiera de la otra. Cuando Pitágoras hubo admirado el imponente recinto interior del t e m p 1 o, su guía le hizo descender hacia la vertiente occidental de la cordillera líbica, y girando a la derecha sobre la orilla del gigantesco canal que establece comunicación entre el Nilo y el lago Meris, llegaron a la base occidental de la pirámide. Una puerta de granito giró sobre sí misma al aproximarse el filósofo y su guía, y les dió paso a un largo corredor cuyos innumerables rodeo» siguieron en profunda oscuridad. Al llegar a la base oriental de la pirámide cuya masa acababan de atravesaren to da su extensión, se ofreció a su vista un ad mirable espectáculo; la entrada del templo del que no habían visto todavía más que su parte interior se elevaba a poca distancia del punto en que se hallaban. Su pórtico de marmol de Paros, al que se subía por 90 escaleras de granito rojo, resplandecía con los últimos rayos del sol en el ocaso y revelaba a Pitágoras el término tan deseado de su viaje; mas para conseguir esa satisfacción, al parecer tan cercana, tenía que someterse a pruebas de distinto género y más terribles que las sufridas anteriormen te para llegar al primer grado de la iniciación. Un obstáculo insuperable sin el auxilio de un guía, le separaba de aquel pórtico, cuya maravillosa arquitectura contemplaba atónito de admiración: el templo se hallaba rodeado de un cinturón, si así pudiera decirse, de criptas o subterráneos que pa. ra llegar a la única puerta del santuario e gipcio le era preciso recorrer en toda su ex tensión. Innumerables senderos cortándo se en todos sentidos formaban en aquellos subterráneos un laberinto en el que habría pasado el aspirante a la iniciación días y noches vagando sin poder llegar al templo ni encontrar el sitio por donde había entra do, si no hubiera sido conducido como un niño por el guía. Pitágoras entró resueltamente en la pri mera cripta, y después de haber retrocedi do varias veces en sus tortuosas calles, se encontró a fuerza de observación y perseverancia delante de un vestíbulo, sobre el cual se leía esta inscripción. «Puertade la muerte.» Dos largas filas de féretros y de momias se levantaban a cada lado de las paredes de este vestíbulo que Pitágoras re corrió velozmente a fin de llegara otra puerta que se divisaba al fin del corredor. Dos guerreros, cuyo casco remedaba la figura de una cabeza de perro, le dirigieron al pecho la punta de su espada cuando iba a pasar el dintel; mas habiéndolos ame nazado el conductor con el cetro terminado en cabeza de pájaro que llevaba en la mano, se pararon respetuosamente y deja ron pasar al iniciado a un vasto salón iluminado por el techo y en el centro del cual se elevaba la tumba de Osiris. Sobre dos largas mesas de granito cerca de las tumbas, se veían extendidos cadá veres que los poroskirtos se preparaban a embalsamar. Así que Pitágoras franqueó este asilo de la muerte, vino a su encuentro un ministro que presentándole un ramo de oro, símbolo de la iniciación del segundo g r a d o, lo condujo por mil rodeos a un inmenso salón débilmente iluminado por algunas antorchas. Tres ancianos sentados en tronos cubiertos de negro, hicieron al iniciado severas preguntas acerca de su vida pasada, cuyos actos explanó con la mayor impasibilidad; el rostro de aquellos severos jueces no dejó traslucir la menor señal de la simpatía [Pasa a la página 10]