DJA ND A Novela Coria de GABRIEL NA VARRO Í1 LA CIUDAD SANTA I NO de los más grandes anhelos de Fidel Murillo, fue siempre el tener una aventura a-morosa en la que figurase a su lado alguna de esas mujeres exóticas que abundan en los argumentos cinematográficos. Soñaba con una eirena egipcia, como aquella que arrancó de Roma a Mareo Antonio para uncirlo a su carro triunfal; con una circasiana de ojos de almendra y sonrisa tentadora; con los labios fragantes y húmedos de una mujer de la vieja Stambul o el abrazo suave y perfumado de una cortesana de Betanla. Como a todo buen latino, lo fascinaba lo exótico, todo lo que trascendiera a miste-r? । o intriga bajo cielos diferentes. Sus mil y una aventuras con muchachas mexicanas o con artificiales francesitas de lunares movibles, lo ahogaban, produciéndole aun en recuerdo, una sensación de hastio, de desencanto insoportable. Quizás ese mismo deseo insatisfecho hizo que aquella mañana abrileña, bajo el sol calcinante de Africa, sintiera en Casa Blanca una irresistible necesidad de incorporarse a la caravana de turistas—misses de grandes anteojos, severos hombres de ciencia, graves como jumentos que marchasen sobre dos pies —que salía de] puerto rumbo a Fez, la ciudad Santa de Marruecos. Un inesperado golpe de fortuna lo había puesto en condiciones de viajar por el mundo, ya cercano a los cuarenta: aquel mundo extraño que sólo conocía a través de libros románticos o inexpresivas “guías marítimas”; la tierra prometida que había apenas entrevisto en las páginas rebuscadas de Claude Farrere o las fantasías lacrimosas de Pierre Loti. El primer desembarco del itinerario lo “vació” en Casa Blanca, la ciudad baluarte que sostiene la dominación francesa en e] país siempre rebelde de los moros—sus probable ancestros, ya que los viejos Murillo vinieron de Granada años atrás, labrando una bonita fortuna en México, en el poco poético negocio de los “ultramarinos”. Ahora, la oportunidad soñada se presentaba inesperadamente. Podría al fin penetrar a las regiones misteriosas del Islam adormecido, rampante en la sombra, conquistado por las armas europeas pero no totalmente vencido. Bajo un cielo incomparablemente azul, cielo típico de Africa, el ómnibus recorrió las regiones montañosas de Marruecos por varias horas, deteniéndose en Mekinez, la ciudad de Ismaíl. Mekínez resultaba una doliente ruina ahora, a-bandonada desde la muerte del octogenario sultán que soñó con establecer en sus dominios un Versalles africano, Bin realizar su propósito jamás. Por la noche, se detuvo en las goteras de Fez, la ciudad Santa, alojando a sus pasajero» en un pEc*Aaíco hot 4 de la “Ville Nouvelle”, dotado de Itw eléctrica, teléfono, aparatos receptores de radio y todos los adelantos de la civilización moderna, que nunca le parecieron más anacrónicos. Porque “anacrónico” es el término más indulgente que puede ocurrirse en aquel ambiente secular, a un paso de la tierra donde se vive más vigorosa y genuinamente el ayer, que en ninguna otra parte del mundo, con la posible excepción del Asia Menor. Entre la “Ville Nouvello” de los franceses y la ciudad de Fez, se tiende sólo una distancia de dos millas, pero en ella se pasa sobre un puente severo de tres siglos. Parece como si la Humanidad desándase e] camino de las generaciones que la precedieron, al entrar a la ciudad llamada blanca sólo por costumbre, porque blanca es únicamente su perspectiva. El espejismo se deshace a medida que se interna el hombre en sus calles bordeadas de edificios seculares, más allá de las murallas sobre las que todavía plantan su nido las eigiieñas emigrantes del Sur en busca de climas más benignos. Esa noche oyó decir Murillo que al día siguiente arribaría el sultán Muley Mahomet, último descendiente del profeta, después de una corta estancia en Rabat. El espectáculo que forjaba su fantasía era el de una caravana suntuosa, con el soberano a la retaguardia, caracoleando su caballo blanco, precedido por soldados árabes que hendían el aire con sus prolongadas espingardas. Se imaginaba el cortejo, la descubierta formada por músicos negros que poblarían el aire con el chirrido de sus chirimías, neutralizado un tanto con el sordo redoble de los tambores; el piafante caballo del sultán, precedido por dos grandes negros sudaneses que agitasen abanicos de seda y plumas de avestruz ante el rostro del soberano... A la mañana siguiente, después del muy occidental desayuno de café con tostada, Murillo ardía en deseos de dejar el hotel, para transladarse a Fez. Una propina al chofer de la casa, le permitió estar a tiempo en la ciudad, para asistir al espectáculo que su imaginación había anticipado. Pero sus ensueños quedaron rotos cuando se dió cuenta de que la imagen le resultaba trunca, una mezcla desagradable del pasado con el presente. Ahí estaban los músicos árabes, lanzando al aire las notas estridentes de sus bronces indescriptibles; estaba también la banda de chirimías y tambores, pero en lugar de los albornoces que él supuso, los soldados de a pie vestían uniformes modernos, pantalón rojo y guerrera azul. Llevaban fusiles maüsser con grandes marrazos en lugar do las soñadas espingardas y sus cabezas aparecían tocadas con una corrupción del antiguo fez árabe, que recordaba más bien las gorras de pieles que usan los campesinos siberianos. Sólo en la segunda sección de la columna pudo ver los airosos jinetes marroquíes, espingarda en ristre y tras ellos un empolvado automóvil en el que venía, solo, e] sultán Muley Mahomet. No pudo menos que comparar esa vi sión híbrida, con la encantadora descripción que de] mismo cortejo hiciera Lotí en su libro, sobre el viaje al corazón del Mogreb cuarenta años atrás. Su alma pueril de soñador se sintió defraudada al ver pasar aquel séquito, tal lejos de la pompa que lo caracterizara en otros siglos; en lugar del gallardo sultán que esperaba, de rostro broncíneo enmarcado en recia barba blanca, iba ahí aquel mozalbete, imberbe, de ojos claros que acusaban su procedencia vandálica. ¿Y era ese el Califa Supremo, el semi-dios de los moros, cuya sola palabra era suficiente a segar una vida, ejerciendo una autoridad omnímoda sobre todo el Mogreb? Decididamente, el encanto de esos países de ensueño, estaba sólo en las páginas amarillentas de libros-pretéritos, o en las maravillosas láminas de “Las Mil Noches y una Noche.. Ambuló luego por las calles estrechas, cubiertas .con palapas que defendían parcialmente a los transeúntes contra la caricia incandescente del proyectando sobre la tierra suelta grandes cuadros de sombra, como los de un tablero de Ajedrez. Aun en este medio romántico, su traje occidental no llamaba mucho la atención: por la misma calle desfilaban franceses tocados con Sarakofí de corcho, las piernas enfundadas en pantalones “breech” de factura netamente americana. Ponían la nota pintoresca los judíos, envueltos, como en siglos pasados, en sus túnicas negras o azules, tocados con su birrete típico israelita, denunciando su raza las anchas frentes lustrosas y las narices encorvadas que les daban un aspecto de aves de rapiña. Aquí y allá, pasaban figuras informes, envueltas de pies a cabeza en los blancos albornoces, los pies calzados con babuchas, silenciosas, hurañas, sin parar mientes en los infieles cuya presencia se veían obligados a tolerar desde la horrible matanza de 1912. Había pocas mujeres en la calle; si acaso, negras de amplias caderas ondulantes, con los rostros descubiertos; mujeres de medio pelo, las caras al aire también, adornadas con extrañas líneas de lápiz, en tanto que otras dejaban solamente brillar sus ojos negros por la abertura de los velos, que les daban un fantástico aspecto de figuras de Carnaval. Por mera curiosidad, se detuvo frente a la tienda de un mercader, atestada de artículos de alfarería muy parecidos a los que se ven en los mercados mexicanos. El propietario, hombre de tez tostada, tipo arrancado de cualquiera de las láminas del libro de Madrús, regateaba con voz convincente el precio de un jarro que una inglesita examinaba con atención, sin dignarse levantar los ojos hacia su interlocutor. Más allá estaba la covacha de un traficante en tapetes de Rabat, polícromos y casi luminosos y en su puerta había dos mujeres del país, probablemente regateando también. Las miraba de espaldas, pero desde luego pudo adivinar en una de ellas la gallardía de la juventud, en tanto que la otra presentaba los perfiles toscos de una criada o esclava sudanesa. Se detuvo ahí también, recreándose con el espectáculo de» los tapetes de seda, con bordados inverosímiles, con cenefas azules o amarillas, figuras cuadrangulares en un verde limonada, que daba sed. De pronto, oyó una palabra familiar, en francés. La más joven hacía el encargo de mandar a determinada dirección los objetos comprados y el mercader, con una genuflexión que reveló la extraordinaria flexibilidad de su espina dorsal, asentía con un “oui, bui”, en el que se notaba un marcado acento arábico. La más gruesa de las compradoras se volvió hacia Murillo. Llevaba el rostro descubierto, un rostro de pómulos altos, labios gruesos y ancha nariz reluciente. Su color era el del Ebano, y los ojos saltones revelaban a qué raza pertenecía. Era a todas luces una negra del sur. La otra mujer se volvió también, casi atropellando al curioso. Este buscó la mirada de sus ojos, única parte de su cuerpo que dejaba al descubierto el velo de finísima seda. Eran unos oya de juventud plena, amplios y luminosos, prolongados hasta las sienes por líneas de pintura roja; ojos vivos,-de mirada penetrante y coqueta, que se dilataron al ver los suyos en un gesto que bien pudiera ser de curiosidad o de sorpresa. Fue sólo un instante: tres segundos a lo más. Luego, la^ínujer volvió la espalda siguiendo calle abajo, llevando a la zaga a la negra que caminaba con extraordinaria rapidez. Eran sin duda, ama y criada. Aquélla, posiblemente una de las esposas de cualquier acaudalado burgués, a Juzgar por la calidad de sus ropas. Fidel Murillo sintió que el corazón le daba un vuelco. ¿Si fuese aquella la soñada aventura? ¿Si al fin llegase a su vida la oportunidad que tanto deseara antes de emprender el viaje? Las siguió por algún tiempo, mezclándose entre la multitud indiferente, rozando con su cuerpo a las muías cargadas de dátiles o de sacos de cereales. Iba a abandonar la persecución, cuando al torcer un recodo la joven volvió el rostro como para darse cuenta de si era o no seguida. Los ojos volvieron a ensancharse y esta vez le pareció a Murillo que traicionaban una sonrisa. La muchacha dijo algo en voz baja a la negra y ésta volvió el rostro a su vez. A partir de aquel momento, Fidel decidió continuar la aventura hasta el fin. Lo aguijoneaba la curiosidad y el corazón le palpitaba, apresuradamente, no sabría decir si por la rapidez del paso o por la emoción sentida. Caminaron todavía mucho por plazas y callejuelas siempre techadas con palmeras secas, ora bordeadas de pequeñas covachas comerciales, luego limitadas por altos muros en los que no había una sola ventana, muros desconchados, con un aspecto de dolorosa vejez. Para entonces, la joven había vuelto el rostro más de cuatro veces, señal inequívoca del interés que en ella despertaba la persecución del extranjero y éste con- tPasa a la Página Catorce) PAGINA 12