AZAÑAS DE LA POLICIA FRANCESA EANNE DE LA COUR trató en vano de escribir novelas. Sus primeros ensayos a este respecto, resultaron un completo y total fracaso. Esto prueba quizá, cuán vasta es la diferencia que existe entre la vida y la ficción, y también cuán idéntica es a veces la vida a la ficción más absurdamente inverosímil, sobre todo, en lo que se refiere a los criminales de París. La heroínr de esta narración, absolutamente verídica en todas sus partes, logró enmarañar un plan novelesco dentro de la realidad, ante el cual las novelas de las más calenturientas imaginaciones, se quedan pálidas. Y luego de enmarañarlo, procedió a vi virio. Como otras víctimas de este macabro plan de horrores, Jeanne de La Cour escogió dos hombres enamorados suyos, una paloma herida, un frasco de veneno, un paquete* de cartas condenatorias y un disfraz para asistir a un baile de máscaras en la Gran Opera de París. En la brillante, osada y horrorosa maraña de la aventura consumada por Jeanne de la Cour, podemos ver hasta dónde la policía francesa es apta para capturar a los más inteligentes y redomados criminales 3 hasta dónde son eficaces los métodos que a-doptan. Hay una gran diferencia entre los métodos de la Sureté de Pan's y los adoptados por el Scotland Yard de Londres. En Inglaterra el criminal es perseguido con saña, como si se tratara de una cacería con perros de presa. En Francia, en cambio, se ponen en juego mil artimañas intelectuales, pues en su temperamento, estos dos pueblos son enteramente distintos el uno del o-tro. El criminal francés es único en su especie. Ninguna otra nación de la tierra ha mostrado nunca criminales dotados de tan ta inteligencia, de tanta sutileza, de tanto juego de ideas, como los de Francia, en quienes la imaginación desempeña papel tan importante. El detectivismo francés sabe que para lograr sus propósitos, tiene que usar tácticas semejantes a las adoptadas por los criminales, y aquí vienen en juego las dotes de estos hombres para dar con la pista de los más intrincados episodios del hampa parisiense. Ellos saben que el éxito de su empresa consiste en la dosis de imaginación que le pongan para realizarla. Jeanne, hija de un pintor ambulante y de una florista de los boulevards, fue desde muy niña, una criatura delicada, pérfida y preciosa, con aires altaneros y modales despóticos. Se vestía tan pobremente como eran de pobres los lugares en donde ywía. Pero la niña tuvo siempre el mayor cuidado de estar en todo momento inmaculadamente aseada. El lujo, o mejor dicho, la más simple comodidad, parecían estar muy lejos de su sórdido vivir angustioso. Un día acertó a pasar por las calles del barrio donde habitaba Jeanne, el lujoso carruaje de una de las más conocidas baronesas parisienses, quien al ver a la niña, quedó cautivada por su rara belleza. Pocos minutos bastaron para convencer a los padres de Jeanne de las ventajas de darle a ésta una educación esmerada y un hogar más en consonancia con su espíritu refinado y su hermosura delicada. Y esa noche la baronesa regresó a su palacio en las afueras de París, llevando a Jeanne a quien acababa de adoptar como hija. En la atmósfera de riqueza, la altanería despótica de la niña y sus modales autoritarios, fueron acentuándose más y más cada día. Fue creciendo y desarrollándose como una parásita de invernadero. En cierta ocasión que llegó la Narraciomes Trama Supera -Fantasía ■ r1: .t *ae o burgués, aunque pu- diera ha- «rr* i". 2-' #-• ■ Ol tt! -.1. v < ll visita de un matrimonio T diente de la vecindad, la niña rehusó jugar con la hija de éstos, quien según ella, era de extracción más baja que la suya. Jeanne de La Cour, evidentemente, estaba destinada a ocupar un puesto conspicuo en el mundo, en cualquier forma que fuera, y ya veremos cómo lo ocupó. El paraíso artificial en casa de la baronesa no duró mucho tiempo. Los padres de Jeanne viendo que podían ganar dinero con su hija, la a-rrancaron de la casa de la baronesa y la lanzaron a los bulevares en calidad de florista. La niña tenía a la sazón once años. El lujoso hogar, tornóse nuevamente en el cuchitril sórdido donde habían transcurrido los primeros años de su infancia. Los bulevares de París no son, seguramente, la mejor escuela de moral para una niña inquieta y peligrosa como era la improvisada vendedora de flores, y el resultado fue perfectamente lógico. A los 18 años la joven conocía hasta los rincones más recónditos y secretos de los bajos fondos parisienses y estaba iniciada en todos sus higubres pecados. Su corazón, por una extraña paradoja, era como una fría plancha de ace W ro puesta sobre un volcán en llamas. El primer paso efectivo que Jeanne cía la vida de las aventuras, fue su matrimonio. Se cabo con un nombre de edad madura, mercader de víveres bastante acomodado, Monsieur Grass. Monsieur Grass y Madame Jeanne no formaron, como el lector bien podrá imaginarlo, una pareja ^e dilio. El fuerte temperamento de la esposa quiso en vano, estrellarse contra el carácter de un hombre de acero. La lucha fue desigual, dadz la diferencia de edades, y el hom bre pereció en la contienda a los tres años de casados, pero al morir no le legó a su esposa un solo centavo. Y otra vez se abrieron ante la muchacha los desolados caminos del mundo, cuando se quiere ir por ellos sin más ley que el azar, sin más brújula que la buena fortuna. Con el dinero que había hurtado a su marido durante su vida ma trimonial, quiso Jeanne entrar eif la vida de los negocios. Pero sus competidores Ja arruinaron. Quiso entonces, dedicarse a las tablas, pero en el primer ensayo, los críticos la trataron tan ásperamente que hubo de desistir. Especuló en la bolsa con dinero habido en equívocas aventuras de amor, y lo perdió todo. Los hombres la vencían a la vez que le cerraban el camino. Intentó, por último, escribir novelas, pero los editores la disuadieron de esta, empresa asegu rándole que sus tramas novelescas estaban demasiado distanciadas de la realidad. Fue entonces cuando Jeanne Amenaide Brecourt como entonces se firmaba, miró cara a cara a la vida y resolvió que los hombres que así se interpo- nían en su camino, eran todos una caterva de villanos, y escribió a su hermana que vivía en provincias: “De víctima que he sido me voy, desde ahora, a convertir en victimaría. Haré que los hombres me adoren hasta la bajeza, hasta el crimen, hasta la locura, y una vez que los tenga a mis plantas rendidos de amor, los exterminaré. Ya veremos quién resulta vencedor en este trágico juego de pasión, si ellos que han querido hundhme cerrándome todos los caminos o yo, que tengo en mi favor las dos armas más terribles y más peligrosas que se pueden tener: belleza y juventud. Los hombres me servirán des de ahora de peldaño para escalar las alturas a donde tengo que llegar. Para mí, la sociedad no será más que un vasto tablero de ajedrez, donde moveré las fichas a mi antojo. Y las fichas todas habrán de desaparecer ante la consumada habilidad de mi juego”. Adoptó entonces el nombre de Jeanne de La Cour y se hizo pasar como baronesa para el debut de su nueva carrera. Estaba dispuesta a seguir fielmente todos los números del programa trazado. Los comienzos no fueron del todo malos. Primero hizo que un apuesto oficial alemán se enamorara de ella, y una vez que lo vió perdido de amor, lo obligó a suicidarse. A otro, lo incitó en el uso de drogas heroicas hasta que le sobrevino la muerte. A un tercero, lo hizo encerrar en un manicomio, hasta que al fin murió en la más lamentable desesperación. De la primera víctima escribió “un alemán menos en París”. Del segundo: “tenía que suceder lo que sucedió, ya que este hombre me producía náuseas”; y del tercero; “Pobre loco. No satisfecho aún con la horrorosa vida que le di, murió creyendo en el amor”. Pero la vida empezó a exigirle a ella su tributo. En esta continua correría empezó a fallarle la salud. Los médicos le ordenaron un viaje a Vittel, playa de moda y de reposo. Fue entonces cuando se le presentó la extraña y última aventura de su vida en la persona de un joven de veinte años, rico, distinguido, de alta posición social y ajeno aún, a las maldades de la vida. Era la víctima ideal para Jeanne, quien puso en juego sus cuarenta años de astucia pervertida. George de la Pierre, que así se llamaba el mozo, cayó en la red de sus seducciones, Pero Jeanne que no tenía nada de tonta, comprendió, que llegaría el momento en que este muchacho fuese reclamado por sus padres. Era preciso, pues, asegurarlo de una. vez, asegurarlo con un lazo permanente que no pudiera romper las fortuitas circunstancias. El amor de George no tenía interés alguno para ella, pero en cambio, su dinero sí le era necesario por todos conceptos. ¿Cómo iba a conseguirlo? Hacía varias noches que Jeanne no lograba dormir dándole vueltas en su cerebro a la manera cómo podría dar solución satisfactoria a este problema. Pero las circunstancias, que siempre le fueron favorables, se encargaron de darle la clave del asunto. Un día que fue a visitar a una amiga de su misma edad, notó que ésta conducía de la mano a un joven ciego y que, con amorosa solicitud le servía de lazarillo. Cuando las dos mujeres estuvieron solas, la amiga del ciego explicó a Jeanne que se había hecho cargo de ese pobre muchacho, quien por su condición física, no podía casarse con ninguna mujer de su misma esfera social, y por lo tanto, ella aseguraba el resto de sus días con lo que éste le daba. —Y sobre todo no tendrás que temer el horror de que tu amante contemple tu desastre físico a medida que los años pasen,—apuntó Jeanne amargamente. Esa noche al llegar a su casa, daba vueltas en su imaginación una pregunta que le torturaba. ¿Qué haría para hacer de George su palomo herido, como el de la otra? ¿Qué haría? La terrible respuesta no se hizo esperar. Al principio la asustó pero poco a poco, fue familiarizándose con la idea, hasta que ésta se convirtió en una verdadera obsesión. En esta misma época, había vuelto a su vida, Maurice Natali, un antiguo amante que la había adorado desesperadamente en su lejana juventud. Jeanne, vió inmediatamente la coyuntura para aprovechar a su ex-amante en el plan que acababa de hacerse. Este hombre se había casado y tenía dos hijos. Un par de años antes había muerto su esposa. Jeanne aceptó nuevamente las atenciones de Maurice, pero tuvo buen cuidado en que George no supiese nada del asunto. Y hablaron de amor nuevamente. Un día que Maurice se encontraba arreglando el fuego que ardía en la sala de Jeanne, ésta le preguntó de repente: ¿Me quieres aún Maurice?- -Las palabras sobraban, porque ella sabía la respuesta. —¿Quieres hacerme un favor? le preguntó -—Haré lo que me pidas, contestó Maurice. Su sorpresa fue grande cuando supo que el favor consistía en que le comprara un poco de ácido para limpiar algunos objetos de cobre. Al mismo tiempo escribió a George que viniera el viernes siguiente a París, para que la llevase a un baile de máscaras que daban esa no* che en la Gran Opera, y así tendría ocasión de a M Página Oatorcr)