La Libertad de Comercio DESDE JAUJA Mi apreciable compañero: Charlo a veces sobre asuntos políticos con un simpático viejecito de apellido Arauja, muy dado a lecturas, pero propenso a barajar textos y autores, quizá porque va flaqueándole la memoria. Convénzase, amigo Silverio,—me decía ayer—Don Venustiano no puede contentar a todos. Acuérdese de aquel filosófico pensamiento, que no sé si es de Demóstenes o de Chucho Urueta: "Una de las cosas que Dios no ha logrado, a pesar de su poder omnímodo, es dar gusto a todos los mortales.” Decía esto, al hablar sobre el número muy considerable de ciudadanos pacificos que se quejan de la falta de libertad de comercio, tema que elijo para esta mi décima-octava epístola. En efecto, abundan los quejosos sirviéndoles de fundamento para sus lamentaciones ciertos hechos a que dan lugar los acuerdos oficiales; por ejemplo, y para no ir muy lejos hacia atrás: extorsionar casas de cambio hasta conseguir su clausura definitiva, y perseguir a los corredores hasta obligarlos a que ya no correteen, seguro con la idea de que este privilegio lo disfruten exclusivamente los ciudadanos armados. Disiento abiertamente de la opinión de estos señores, y tengo para ello una serie de hechos que me dan la razón. ¿Qué no hay libertad de comercio? ¡Si alguna vez hemos disfrutado de ella es precisamente ahora que está cumpliendo sus ideátes la revolución carrancista! Ese derecho se ha extendido hoy a gremios que antes carecieron del beneficio. Entre esos gremios puedo citar el de los militares. ¿Cuándo se vió, en tiempo de la dictadura, que un General o Coronel se dedicara a la compra-venta de carros de café, furgones de azúcar, cargamentos de telas, etc., etc.? Nunca. La restricción en este punto era tiránica y oprobiosa: el soldado se debía a sus propios asuntos de ordenanza, y nada más. Ahora estamos viendo cómo los afiliados en el ejército libertador, con las facilidades que les presta su jerarquía, dueños de ma- “Ustedes ya mordieron; ora déjennos ■ echar una tarascada." Nó, no es que no haya libertad de comercio: es que se ha evitado el abuso de esa libertad. Antes, cualquier individuo, ya con dinero propio, ya con crédito, hacía venir a su poder un carro de harina, otro de maíz, otro de latas de manteca, pagaba flete, impuestos, etc., y expendía sus artículos con toda tranquilidad, seguro de que realizaba un negocio lícito. Pues eso no conviene actualmente, porque la abundancia de una mercancía trae su baratura, y decir baratura es rememorar la época porfiriana, y la época porfiriana debe ser borrada y estigmatizada por oprobiosa. Es preciso que los proletarios, los que antes tuvieron hambre y sed de justicia, sepan lo que es hambre dé “comer frijoles", para expresarme en términos de la libertaria. Y asi palparán los beneficios de la revolución, que no quiere puntos de contacto con sistemas pretorianos. Bueno es declarar que pudorosos co mo son estos caudillos dedicados al culto de Mercurio no hacen figurar al frente de esas negociaciones comerciales sus nombres aureolados de prestigio en los campos de Marte. Ponen por. delante a un Pérez o un López cualquiera que saque la cara, y ellos permanecen a la retaguardia, siguiendo su vieja táctica. Aqui tienes explicado claramente el problema, y expuesto el fundamento de mi opinión, contraria en absoluto a la de los descontentos que se quejan de que la. libertad de comercio no existe. Lo que sucede es que Don Venus, hecho a imagen y semejanza de su Creador, no puede satisfacer por igual a todos sus súbditos; y es injusto pretender que un simple mortal le enmiende la plána a la Divina Providencia. O para decirlo con sujeción a la métrica: Es lo que afirma el viejecito Arauja, y en esto lo secundo: lo que no puede el Redentor del Munido. ¿ha de poderlo el Redentor de Jauja? Tu amigo de siempre, SILVERIO. nejar a su albedrío todo convoy ferrocarrilero, entran ampliamente por ' la vía comercial adquiriendo cantidades fabulosas de productos nacionales en la zona misma - de su cosecha, para llevarlos por todo el país a los lugares donde alcancen mejor mercado. Es natural: tiene que haber sus diferencias entre los militares de ayer y los militares de hoy. Aquellos vivían apoltronados, sin funciones bélicas, adormecidos por el opio de una paz artificiosa, luciendo en1 grandes paradas vistosos entorchados, entidades inútiles a la patria, figuras de relumbrón, meramente decorativas. Los de hoy han cruzado entre las balas; han expuesto su vida en defensa de principios rescatadores de la libertad; han pasado al raso noches sin sueño, de zozobras entre los rigores invernales; se han aventurado a coger un tabardillo bajo los rayos de soles caniculares en sus constantes correrlas; y por encima de todo esto, que es abnegación y sacrificio, han librado de las ergástulas del corral y de la pesebrera, millares y millares de reses y caballos, y han puesto su mano redentora en los caudales ajenos para devolverlos misericordiosamente al pueblo, de quien los arrebató la codicia científica, durante los treinta años de nuestra servidumbre. Justo es que el pre-constituciona-lismo premie a sus leales. ¿Y cómo realizar este acto Justiciero, sin que las arcas de la navtón sufran detrimento? Pues de una manera bien sencilla: otorgándoles la gracia de que dispongan de cosechas, las conduzcan por trenes de ferrocarril a donde mejor precio se les saque, con la ventaja de no permitir que los comerciantes enriquecidos de tiempo atrás al amparo de la nefanda hagan iguales compras y los mismos embarques, cosa que se consigue con una frase sacramental elocuentísima: "NO HAY CARROS’’. Y ante este escollo, el antiguo mercader, explotador inicuo del pueblo, da media vuelta, poniendo de vuelta y media, entre dientes, a nuestros redentores. Es una exigencia absurda pretender que todos por igual hagan el mismo negocio. Y será lo que democráticamente se digan estos de la gloriosa: