Al l K ill ... /Viene de la pág. 12) cuando Adelche llega a casa. Supongo Que esta muchacha ha de tener alguna cone-sión misteriosa con los encargados de es ta casa. Todo lo que hay alrededor do Adelche es misterioso. Desde sus profundos ojos violáceos hasta su trato frío e insensible. Adelche tiene una voz maravillosa que parte desde lo más profundo de su garganta. Poco tiempo después llegan dos ‘‘cowboys” más, borrachos, a pedir posada con MMa” Robbins. Se les dice que no hay alo ^amiento y se niegan terminantemente a salir. Adelche les sale al encuentro y los saca con prontitud y esmero. Uno de los tahúres ha ingerido ya más licor de la cuenta. Se acerca a mi ventana y golpea rudamente, preguntando por George—un George que hace veinte años murió!—George no contesta y el ciudadano aquel, sigue sacudiendo al portón ton toda la fuerza de sus manos, hasta lúe por fin, cansado, desata sus iras sobre ana maceta de geranio que había en el um bral. , . Adelche es la última que se acuesta. A tas cinco de la mañana escucho su voz bien timbrada y peligrosa echando a] aire ana canción viejísima. Más tarde, la oigo tomo gime angustiosamente. Una gran tragedia se ha de esconder m la vida de Adelche, esta mujer indescifrable que se ha negado a hablar y que siempre oculta sus misterios aun a sus amigas más íntimas...A lo lejos, con la luz del amanecer, se pueden apreciar las operaciones que hacen los soldados mexicanos alistándose para repeler el ataque de sus enemigos. Betty, la confidente, me había dicho que las amarguras de Adelche habían comenzado con una de las revoluciones mexicanas. ... El Combate de Casas Grandes, en 1911 (Viene de la 14ao pág.) ?! jefe se ha de imponer, con o sin ley, r en una escuadrilla de bandoleros, el capitán hace que su voluntad sea la única ley. El señor Madero no tenía el carácter apropiado para imponer la disciplina en el medio en que se hallaba. San Francisco, California, junio de 1931. Miguel RUELAS. Maneja Millones a Punta de Pala (Sigue de Is 7a. Pág.) diferentes departamentos de donde saien al mercado. LAS IMPRESIONES DE FERGUSON El hombre que ha visto pasar por sus manos cuatrocientos ochenta y cinco millones de libras esterlinas, tiene un salario de ocho libras a la semana y he aquí la sensación que le produce el ver tanto dinero cada vez que recuerda que es pobre y que en veinticinco años de trabajo sólo ha podido comprar una casita de doscientos cincuenta libras. “Cuando algún visitante a la Casa de Moneda—dice Norton Ferguson—se queda maravillado viendo cómo con una pala manejo despreocupadamente millares y millares de chelines, no puedo menos que sonreír interiormente. .“¿Qué más tienen los chelines para mí que puedan tener los dulces que como en las horas de descanso? "Me he acostumbrado a ver rodar ante mí tanto chelín que ni en el interior ni en el exterior de la fábrica me provocan la menor satisfacción. “Hace veinticinco años que veo chelines durante ocho horas de duro traba jar, y para mí ya carecen de valor.” Refirió Ferguson que en una ocasión su esposa, creyendo halagarle, le había obsequiado una docena de chelines blancos, relucientes. “Agradecí el obsequio—agregó Ferguson—pero al ponerlos en el bolsillo sentí una carga y los regalé a las primeras personas que encontré en la calle.” Ferguson terminó diciendo amargamen te, según las crónicas de los periódicos londinenses: “Al ver tahto y tanto dinero que no es mío y por el que jamás he podido suspirar, he llegado a sentir un profundo desprecio por el dinero.” ;Honrad a las mujeres! Ellas florecen, con guirnaldas celestiales, el sendero espinoso de la vida! Ellas forman los ven turosos lazos del amor, y, bajo el casto velo de la gracia, crían con mano sagrada !a planta inmortal de los nobles sentimientos.—Schiller. Estampas Antiguas Por RENE CAP1STRAN GARZA EL PUESTO DE AGUAS FRESCAS < ¿En dónde está Acaso en la Pía-Santo Domingo, rectos g anchos El bochorno de la tar- * de convida a beber una ’ jicara rebosante de agua -fresca. Tamarindo, hor- ; chata, jamaica, naranja- . da. Sensación de reposo, ' de bienestar interior, oasis en el hervor del ve- -rano. Este puesto, recu-bierto de ramas, de hojas -y de flores, es un remanso suave en la jornada * del día. situado? cuela de bajo los portales, en el corazón de un barrio donde medra y se agita la tropa estudiantil. Una linda muchacha morena escancia las sabrosas bebidas en jicaras de coco. Muchos mozuelos estudiantes irán por ahí con más sed de contemplar sus ojos que de beber el agua; y al empinar, lentamente, con ambas manos, una de a-quellas clásicas jicaras, por sobre ella, una mirada de juventud briosa irá a envolver a la chica del puesto. Y tal vez, en los momentos en que a-parece en la estampa, la mirada perdida de la mo- - rxl esté evocando una imagen varonil y alegre, y se empiece a entretejer, en aquel rincón escondido, la malla complicada de una breve pasión. wo'» oo p'AA'iip-nitpí» pl vx-itPQin flp nniine •frp.Rrno 7n -ihpÍ/7. P7n.ítu.pln. Pn- Tal ne% no se encuentre el puesto de aguas frescas en la vieja Plazuela. Posiblemente haya sido instalado en la ribera del canal de Santa Anita, para la fiesta del Viernes de Dolores, que es una sinfonía de música y color. ' Acaso, más bien, en una de las callejas del desaparecido parque del Tivoli, - por donde desfilaron, entre bailes, cantos y jaranas, nuestros buenos abuelos en los años remotos de su mocedad. Pero en uno o en otro sitio,la estampa presenta elementos característicos de ' la escena típica de nuestra tierra, el puesto florido, las jicaras, las aguas frescas dulces y olorosas, y la muchacha criolla de ojos soñadores. Un sol de abril, ' dorado y picante, completaría el cuadro.... AVENTURA FIN A H (Sigue de ía 1a. pág.) dad, pero tengo algo que enseñarle. Le di vuelta al botón eléctrico, inundando de luz el jardín. Entonces pude ver que la mejilla derecha de Rosa era toda una llaga. Apagada la luz, la mestiza principió a hablar: —Dios me libre de ser duga, (delatora), pero ahora... Carlos Alupong me ha pegado por la última vez. Tengo que vengarme y por eso he venido, don Patricio, porque sé^que usted anda tras de él. Pero antes dígame, ¿qué sabe usted de los tulisanés de González y Moroso? Lo único que sé es que todo Luzón sabe: que Diego González opera en el centro-y el norte de la isla; que su banda se compone de foragidos de Cainta. —Tiene usted razón, don Patricio. Le voy a confesar que odio de todo corazón al tal González. Cosa rara, usted se parece mucho a él. Y de Moroso, ¿qué sabe? —Pues sencillamente que es un filipino de pura sangre, corto de estatura y más horrible que los siete pecados capitales. Sé que es el cabecilla de una banda que opera en las montañas del sur de Luzón y que ha cometido muchos más crímenes que el español González. Sé que González y Moroso se comunican por correspondencia, si bien no se conocen en lo personal. Me supongo que han de ser miembros de la misma sociedad de elogios mutuos; y que estén en una amigable competencia para decidir quién se lleva la palma en atrocidades. Sabrás que sus cabezas están a precio y sus secuaces fuera de la ley. La mestiza se me aproximó, tomándome por el brazo; aún a la pálida luz de la luna pude advertir los rayos de odio que salían de sus ojos. —Mire, don Patricio, le voy a decir la verdad. Carlos Alupong es el intermediario entre los dos bandidos. Y si le interesa le diré que ahora mismo Carlos trae en su poder una carta de González en la que contesta a la solicitud que Moroso le hizo de que unieran sus fuerzas. Yo vi la carta. Y mañana Carlos se embarca para Legaspi en el “Doña Paula” a llevar la carta. González le manda a Moroso una fotografía de él con todos sus trapos y le promete unírsele en cierto lugar que ahí se menciona. También dice que sí se unen podrán atacar el destacamento de Paracale. Y que si lo aniquilan pueden marchar a saquear las minas de oro y retirarse a las montañas con el botín. En la carta, González fija la fecha en que se ha inntar con Moroso. Usted verá oué ha pae blancas, dos regimientos de índMe orientales de la secta de los sikhs, hombres morenos, aguerridos y valientes. La ocupación Inglesa de Manila duró dos m ños. En el entretanto, los indios se habían procurado esposas filipinas, y cuando Draper recibió orden de evacuar 1m islas, los Indios rehusaron seguirlo, rogá» dole que tan sólo les liquidara sus habares y les permitiera conservar sus armaM y municiones. Se sentían a gusto en el nuevo país y dispuestos a conquistarse tierras para dedicarse a la agricultura. Draper consintió y los indios se estable cieron en Cainta, región donde sus dee cendientes viven el día de hoy. La infusión de sangre filipina no les ha alterado loa rasgos fisionómicos, si bien es cierto que ahora hablan tagalo. Conners se repantigó en su asiento alzando la copa que por un momento había olvidado, como para mirar hacia el p* sado a través del ámbar cristalino del whiskey con soda, y continuó su relación: —Después de haberle enviado a Moroso la noticia de que Diego González se le iba a unir, procedí a reclutarme una fuer» za de sikhs. Como le decía hace un mo mentó, estos indios son aguerridos por naturaleza; no les gusta hacer labores mar míales; su ocupación favorita es de velar dores. Pero como en Manila escasea esta clase de empleos, los sikhs están a menudo cesantes. Muchos de ellos se enlistan en el servicio británico de la India y regresan a Cainta, a menudo, cargados de condecoraciones. Huelga, pues, decir que no tuve dificultad de reclutar mi “ejército”, máxime cuando mis superiores me habían provisto de autoridad omnímoda y fondos ilimitados para extirpar a loe bandoleros. Lo primero que hice fue a-personarme con Kitchen Singh, viejo a-migo mío y cabecilla reconocido de loe indios. —Kitchen Singh,—le dije,—te necesito a tí y a cincuenta muchachos por espar cío de un mes. La paga será buena, pero habrá que hacer un gran sacrificio. -*-¿Se trata de balazos?,—me replicó—. Y al asentir yo con la cabeza, continuó ol sikhs: —¿De qué sacrificio hablas? —Sencillamente que tú y los tuyos ten* drán que afeitarse y raparse. —Bueno, sahib, después de todo, el pe* lo crece. Si se trata de echar bala, cuenta con los hombres que quieras, aunque el sacrificio que me pides es grande. Bien sabes tú que para nosotros la barba y pelo son cosa casi sagrada. ¿Qué llevar» mos.en el negocio? —Cien pesos para tí y cuarenta para cada uno de los tuyos, además de las pro* * visiones. Pollo, cabra fresca y todo lo que quede del botín. —Hukkum han, me parece bien,—replfe có el viejo acariciándose las barbas—. Or* dena, sahib. El día 20 desembarcamos, muy de mañana, en Tres Palmas. Carlos Alupong nos esperaba allí. Mis cincuenta sikht iban armados de punta en blanco con fusiles que nos había suministrado el Departamento de Armas Confiscadas, de Manila. Alupong, azorado ante tanto indio’ me dijo: “Moroso espera la llegada de Diego González; no tiene sospecha algur na, y usted pasará por González, pero esta gente no tiene aspecto de cainteña ’. No bien había terminado .Alupong de hablar cuando ya mis indios se estaban rasurando y rapando las enmarañadas melenas, con navajas de afeitar y tijeras que yo íes había proporcionado. Acto contfc ’-nup, ocultaron los turbantes entre las mar tas de la vera del camino para ponerse sombreros de paja. Mis indios se habían convertido en caiteños en el término de pocos minutos. i—¡De frente!-—prorrumpí—y con Alw* pong adelante a manera de guía, nos hicimos al camino, marchando por espacio de una hora entre espesos matorrales hasta llegar a una altura donde los centinelas de Moroso nos dieron el ‘‘ ¡quién vive!* Alupong contestó con el santo y seña X los guardias nos dejaron pasar. Pronto me encontré frente a un malayo de pelo hirsuto y horrible continente. Era Moroso, quien haciéndome una reverencia me dijo: “¡Bienvenido, don Diego González!^ mientras me mostraba una dentadura ennegrecida por el uso del buyo, mixtura del fruto de la areca, hojas de betel y cal de conchas que mascan los naturales del Extremo Oriente. —Al momento lo he reconocido, señor González, por el retrato que tuvo la deferencia de enviarme. Estoy a sus órdenes para cuanto antes aniquilar a los perros yanquis de Paracale.. .. El momento había llegado de terminar la farsa. Desenfundando mí Colt se la puse al bandido entre los ojos. Aquella era la señal convenida. Mis indios, prorrumpiendo en salvajes alaridos, cotnenzaron a hacer fuego sobre los bandoleros que, to* mados por sorpresa, querían rendirse. Poro los sikhs nunca toman prisioneros. La matanza fue total. Además, en las Filipinas todo bandido está fuera de la ley y( la superioridad no quería prisioneros. Mo limité a fotografiar el cadáver de Moroso y a enterrar los muertos. Dos días después, Carlos Alupong logró conducir a Diego González a una ribera del río Clucut. La banda de González merodeaba en lanchas por el río y Alupong le dijo ai cabecilla que Moroso lo espera»-ba tierra adentro. Cuando los bandido* se disponían a desembarcar, nosotros, emboscados en la ribera, abrimos fuego sobrf ce, yo me conformo con que mande a Carlos a la prisión de Bilibid. XXX A los diez minutos la mestiza se había marchado. Yo me devanaba los sesos tratando de encontrar la manera de capturar a aquellas dos bandas de foragidos. Al amanecer había trazado mi plan, si bien le faltaban todavía algunos detalles. Lo de aprehender a Carlos Alupong cuando éste se iba a embarcar en el “Doña Paula” fue cosa fácil. Además, los de la Guardia Civil sabíamos cómo hacer hablar a cualquier prisionero. El morfinómano, temblando de terror, confesó todo lo que sabía. Más aún, le habla prometido que a trueque de la ayuda que nos prestase haría yo por conseguir su libertad después de unos cuantos meses de cárcel, y su pasaje al puerto chino que él escogiera. No se me tache de insensato por haber entrado en esta combinación ,con el morfinómano; Alupong me temía 'taás que a la misma muerte; estaba seguro de que el traicionamiento significaría su ruina. Así que lo pusimos en libertad, devolviéndole su pistola, su puñal y la carta de González. “¡Recuerda tus instrucciones!”—le dije, —“me esperarás la mañana del 20 en el lugar indicado. ¡Vamos! Dile a Moroso que Diego González pronto se le unirá”. Y luego, de un puntapié, lo puse en la calle. No se admire ni se ría, amigo Freeman, esa es la única manera de dominar a un criminal malayo....” Patricio Conners alargó la mano y se sirvió otra copa. Estábamos a miles de millas de distancia de la selva filipina que fuera escenario de sus aventuras. —Mucho me temo, amigo Freeman,— continuó Patricio, un tanto animado por los humos del alcohol,—que al escribir esto que le estoy narrando, me va a pintar como un matón hecho y derecho. Pero en las Filipinas se tenía que corresponder el hierro con el hierro y la sangre con la sangre. Le voy a referir lo que pasó después, pero antes tendré que hacer un poco de historia para que mejor comprenda el por qué de los sucesos. En 1762 los ingleses capturaron Manila, el mismo año en que se apoderaron de La Habana. Por aquellos años el deporte nacional de los británicos era arriar el rojo y gualda de España donde quiera que lo encontraban. Ahora, volviendo a la ocupación de Manila, sucedió que cuando el general Drape? desembarcó, traía consigo además de tro- PAGINA 15