EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA 5 Cuando Jehová resolvió libertar a los hijos de Israel de la cautividad de Egipto, El designó a Moisés como libertador de ellos. Cuando quiso Dios librarlos de la persecución de Faraón, a orillas del Mar Rojo, ¿intervino directamente? No; delegó poderes en Moisés, quien extendió sus manos sobre las aguas y se dividieron inmediatamente. Cuando el pueblo moría de sed en el Mar Muerto, ¿descendió Dios a apaciguársela? No; Moisés golpeó la roca, y al punto brotó agua. Cuando iba Saulo camino de Damasco, preparando planes de venganza contra los cristianos, ¿el Salvador personalmente le devolvió la vista, le convirtió y le bautizó? No; El envía a Pablo a su siervo Ananias, quien lo restauró la vista y le convirtió. El mismo Apóstol en su Epístola a los Corintios, nos describe en hermosas frases, cómo dispone la divina Providencia la conversión dé los pecadores: “Dios, dice, nos ha reconciliado consigo por medio de Cristo, y a nosotros míos ha dado el ministerio de la reconciliación.... Somos, pues, como unos embajadores de Cristo, y es Dios mismo el que os exhorta por boca nuestra.” (II Cor. V, 1&-20). O lo que es lo mismo, Dios envía a sus siervos para reconciliar a los pecadores en su nombre. Cristo nos envía a nosotros. Nosotros somos sus embajadores para reconciliar a los pecadores en su nombre. Cuando pienso en la tremenda facultad que poseemos, me congratulo con los miembros de la Iglesia en cuyo favor se ha confiado esa facultad; pero tiemblo por mí, y por mis compañeros de ministerio, porque nuestra responsabilidad es terrible, mientras que no tenemos nada de qué gloriarnos. Cristo es la Fuente viva de la gracia y nosotros somos los canales por los cuales se comunica a vuestras almas. Cristo es el tesoro, nosotros somos los conductores. “Llevamos este tesoro en vasos de tierra.” Cristo es el pastor; nosotros somos el instrumento de que El hace uso para llamar a su rebaño. Nuestras palabras no son, en el confesonario, sino el eco de la voz del Espíritu Santo que purificó a los Apóstoles en el cenáculo de Jerusalén. ¿Pero podremos apoyarnos en la autoridad del Evangelio, para demostrar que el Salvador confirió a los Apóstoles y a los sucesores de ellos el poder de perdonar los pecados? Tenemos los más claros testimonios de ésto, y las