—IJuanI, le gritó, yo te lo suplico, |no te vayas! Se colgaba de sus vestidos; pero rojo de cólera'y de vergüenza, él la arrojó sobre las losas. Algunas gentes que se encontraban allí, se burlaron de ella; los muchachos la siguieron con gritos insultantes, y ella regresó sollozando a la casa dé su padre. Desde entonces no se atrevió a volver a la casa de su vecina Salomé, y permanecía en su casa al lado de su padre enfermo. Sus hermanos, cuando estaban en casa, la consideraban con dura piedad. Y a veces decían entre ellos: . q —Está, sin duda, poseída de un demonir; le pediré-mos al Maestro que la libre de él. J*' Pero cuando le hablaron, Jesús les dijo: —Dejadla. El espíritu que la posee es por ahora más poderoso que yo. * * * Jesús vino un día a Cafarnaum a tomar algún reposo. Estaba acompañado esta vez por galileas abnegadas, Juana, Susana, María CFeofas y Maria de Magdala. Sarai sabía confusamente lo que había sido la Magdalena y pensaba : ~ —Esa sabrá, tal vez, un remedio para mi mal. Se arregló, pues, para encontrarla en un lugar desierto, le confió su pena y le dijo: —¡Tú que has amado, socórreme! _■—¿He amado yo?, dijo Maria de Magdala. Yo no lo sé. Pero todos mis deseos, cuando los había contentado, se cambiaban en amargura y no dejaban más que ceniza en mi boca. —Al menos, dijo Sarai, has contentado tus deseos. Yo quisiera conocer esa amargura y mascar esa ceniza. —¡Pobre niña!, dijo María. Yo he encontrado el único amor que no engaña. Ama como yo al Hijo del Padre, al que posee las palabras de la vida eterna. —Yo lo odio, dijo Sarai, pues por él es por quien sufro; y por eso mismo no puedo creer en su palabra. Consultó a una vieja egipcia; bebió brebajes, recitó fórmulas mágicas; pero nada pudo calmar su mal, y de dia y de noche la imagen de Juan la torturaba con un deseo que le secaba la carne y le envenenaba la sangre. * * * Cuando vino el tiempo de la Pascua, quiso ir con sus padres a Jerusalén, que no estaba más que a dos jornadas de marcha. Su madre aprobó el piadoso pensamiento y esperó la curación de su hija; pero Sarai no quería más que acercarse a Juan. En la posada en que estaban alojados, supieron la prisión de Jesús y su condenación. Juan y María, madre de Jesús, y Juana, y Susana, y María Cieofas, y Verónica y Maria de Magdala siguieron al prisionero tan cerca como lo permitió la escolta de soldados romanos. Sarai se juntó con los galileos. El dolor le parecía odioso; pero ella se decía a sí misma que muriendo el Maestro, Juan, con el tiempo, se acordaría de haberla amado. El primer clavo se hundió en la mano del ajusticiado y desgarró sus venas; sangre corrió y el cuerpo todo se arqueó y se retorció. Pero como Jesús no gritaba, Sarai no tuvo piedad. La cruz fue levantada; el condenado colgaba por cuatro llagas. Los agudos gemidos de las mujeres se oian sin interrupción, atravesando el rumor del populacho enfiestado. Sarai, inmóvil, veia las cosas como si no fueran reales; y le parecía que era ella quien moría, y que esos gemidos eran los lamentos de su corazón por ella misma. Luego, cuando Jesús habló, cuando le dijo a Juan y a María: “He aquí a vuestra madre, he aqui a vuestro hijo,” comprendió que todo había acabado para ella; y estúpida contaba, a su pesar, las gotas de sangre negra que caían una por una de los pies de Jesús, y luego los puntos marcados sobre los dados que los sayones, en cuclillas, arrojaban uno después de otro. Pero cuando el Crucificado, en un instante de desfallecimiento, gritó: "Padre mío, ¿por qué me has abandonado?”, sintió, a la vez que un horrible consuelo, un principio de compasión al decirse: “Ese también muere desesperado.” 1 Y como al mismo tiempo las quejas de las mujeres redoblaban, y Maria, madre de Jesús, caia privada de sentido entre los brazos de sus compañeras, Sarai tuvo por vez primera este pensamiento: "Quizás existen sufrimientos mayores aún que el —Sin embargo, vuelto de su desmayo, el Crucificado, con un gran esfuerzo, levantó un poco su lacia cabeza: vió a los soldados que jugaban a los dados su pobre túnica; vió más lejos, sobre la ladera de la colina, la multitud alegre, ciega y mala, y dijo: “Padre mió, perdónalos, pues no saben lo que ha-cen.” Entones Sarai se sintió vencida. La revelación de otro amor la atravesó como un relámpago y la derribó sobre el suelo. Un dolor tal, o tal vez un deseo tan grande la sacudió, que se le rompió el corazón. Pero no fue hacia Juan, fue hacia Jesús, hacia donde exhaló el último de sus suspiros.