El Record del Odio Por Henri Lavedan Traducción de "Revista Mexicana” Alemania es hoy odiada del mundo entero. Puede uno declararlo sin que lo dicte el odio. Es la verdad. No es ocasión de examinar las cansas, perfectamente comprobadas del temible sentimiento cuyo objeto privilegiado ha conseguido llegar a ser; pero quisiera mostrar desde luego las fases sucesivas por las que ese sentimiento ha pasado antes de llegar a la plenitud y a la universalidad que ha conquistado al tin y, en seguida,' los efectos especiales que resultan de este éxito. Alemania, nadie lo ignora, ha querido el odio. Como todo lo demás, lo preparó también. Ha buscado y aguzado como en una piedra todos los filos ha cuidado y alistado el mecanismo con una premeditación meticulosa. Lo ha querido entero, bajo el refinamiento de su doble forma, activa y pasiva, en ella misma y en los otros. No se sabe de qué ha tenido más deseo: si de sentirlo o de inspirarlo, ni qué le satisface más. Las dos formas la han engreído, han formado su sueño dorado. Ama el odio. Habiendo hecho, pues, todo lo necesario, a sabiendas, deliberadamente, ha podido cosechar sin tardanza, desde el principio descarado de sus crímenes, todo lo que esperaba y más aún. Sobre todos los "frentes’’ de la humanidad, una colosal artillería tambor, de maldiciones, se puso a redoblar sin reposo; los espíritus sublevados, los corazones indignados hicieron estallar su inmenso y justo .furor. Era la explosión incoercible de las almas sacudidas por la espantosa sorpresa y que aun no habían tenido tiempo de habituarse a ella. Alemania, ante este concierto, conoció entonces una embriaguez impaciente que no esperaba sino una señal para desbordarse. Acogió con regocijo esta tempestad que le hacía oír los sonidos de su preferencia, la melodía de sus deseos. Exultaba en un vértigo: “Al fin! Soy odiada, execrada a mi altura, como nadie lo ha sido ni lo será jamás. |Por encima de todo! |Qué honor! y ¡qué ventura!” Había logrado su fin y se congratulaba.___ Aquello no podia fa- llar; el mal tiene su lógica y la perversidad sigue su camino propio. El odio que uno bebe, que se respira, aturde y emborracha; exaspera el or gullo, que exclama: “Tanto mejor! Me alegro de ser aborrecida!” y por algún tiempo, se descansa en medio de la maldición. Hay una jactancia diabólica en erguirse, entre un hura-.jn de oprobios, como si engrande- -ran. Delirio inevitable de la perversidad. Todos los malos sentimientos, en una alegría acre y breve, tienen su luna de hiel. Pero ¿por qué esta especie de orgullo? Porque se cree que el odio está hecho de terror y que no es sino su magnífica expresión. ¿No es, ser temido, el ideal del carnicero? Y después, contrariando sus perniciosos cálculos, Alemania se dio cuenta de que sus enemigos no la temían, que el odio era lo único que vive en ellos y permanece. Esta certidumbre no dejó de turbarla. Su aplomo vaciló. A partir de ese instante, el odio comenzó a efectuar eñ aquel pueblo, que habla puesto tantas esperanzas en él, su misterioso trabajo de choque de retroceso. Es que las sociedades, lo mismo que los individuos, no lo mueven impunemente. No responde sino para confundir y para perder al que lo agita, después de haber proporcionado algunos destellos de horrible voluptuosidad. Bien se pueden subir los humos con la gloriosa idea de haber atraído y posado sobre la cabeza, como una corona, el odio del mundo entero, bien se puede pretender que nada se arriesga, y después, que aun eso nada importa: no es verdad. El odio del mundo entero es algo real, serio, que paraliza la sonrisa e inunda la razón. Como diría La Rochefoucauld, no hay allí "nada de qué presumir.” । Todos los días, sin excepción, ver organizarse ese sentimiento de odio inexorable, extenderse, afirmarse doquiera, en la prensa, en los libros, en los discursos de todos los Estados civilizados del universo, verlo pintado en todos los rostros, caer de todos los labios, de todas las plumas, animar la mirada de todos los ojos, y más fijamente los del niño, los de la mujer, los del anciano, de los buenos, de los débiles, que no sabían antes odiar; a cualquier lado que se vuelva y al que se lleve la súbita angustia de la interrogación, encontrar el odio, el Mane Thecel escrito sobre todos los muros, en la picota de todas las ruinas; descubrirlo ins- talado a lo largo de todas las fronteras, en el interior de todos los imperios, guarda vía de todos los desfiladeros, apostado en la bifurcación de todos los caminos de todas las decisiones, y del más pequeño proyecto, tranquilo como un soldado de hielo que vigila, con el arma descansada ..... y sentirlo también que se manifiesta sordamente, seguro, en los mismos lugares en que tiene el aire distraído; pero en los que, echado, se oculta y calla.... acechando su hora..... ¿Imagináis esta situa- ción?.... ¿su perpetua amenaza? ¿la atmósfera asfixiante creada poco a poco por semejante temperatura? Ese odio, cayendo siempre, suceda lo que suceda, como una nieve negra que se amontona y no se funde nunca, que sube, en la que se resbala uno, o bien, que se endurece en torno para moldear, para envolver, para a-plastar bajo un carapacho, inflingiendo desde mucho tiempo antes el frío precursor de la muerte... sus dentelladas y sus martillazos!..... ¡qué obsesión! ¡qué suplicio! ¡adonde están la desvergüenza y los transportes de los primeros momentos? La locura de los comienzos se ha evaporado. Cueste lo que cueste, es forzoso mirar al odio frente a frente y sin visajes. Ahí está, lo miden, lo detallan en su realismo, tal como ha llegado a ser y diverso de como se quería. Bien pueden tratar de ilusionarse y de serenarse proclamando que es la consecuencia natural de una mentalidad belicosa y no sabría tener con qué afectarlos, que, por lo contrario, es útil y rinde un homenaje.... ¡Vamos, golpeaos los costados! Alemania se ve obligada sin remedio a reconocer que el odio que ha tenido la audaz imprudencia de provocar y que hoy soporta es un odio especial, reservado, compuesto expresamente para ella y que no tiene nada de común con aquella especie de furor de penacho púrpura, desencadenado y sin freno al que se había bautizado hasta hoy con ese nombre. El odio que ella ha creado y determinado ontra sí misma en los otros, está desprovisto de espumas y de convulsiones. Nada de rabia. Es un sentimiento levantado, regular, aereado, iplio y tranquilo como un horizonte. Se la odia sin cólera, gravemen-