4 EL LADRON Escena de la Vida de los Estudiantes i —Desde el momento que les digo que no me van ustedes a creer! —No importa. ¡Cuenta hombrel —¡Bueno! Pero tengo obligación de manifestarles que mi cuento es verídico en todas sus partes, a pesar de su inverosimilitud. Sólo los estudiantes no extrañarán, principalmente los viejos, que han conocido esta época en la cual no dejábamos el cultivo de la broma aun en las circunstancias más graves. El viejo estudiante se puso a caballo encima de un taburete y empezó: n Habíamos cenado en casa de Soriol, hoy muerto, el más endiablado de todos nosotros. Eramos tres no más: Soriol, Potvin y yo. Basta decir que habíamos cenado en casa de Soriol para que comprendan que estábamos ebrios. Potvin sólo habla conservado su juicio, algo turbado pero lúcido todavía. ¡Eramos jóvenes en aquel tiempo! Recostados sobre alfombras, discutíamos locamente en el pequeño cuarto que daba al estudio. Soriol, de espaldas en el suelo, las piernas en una silla, hablaba de campañas, pintaba los uniformes del primer imperio, y de repente, levantándose, descolgó un uniforme completo de húsar del grande armario donde coleccionaba los despojos de los ejércitos pasados y se lo puso. Luego obligó a Potvin a vestirse de granadero, y como este se resistía, lo agarramos, y después de haberlo desnudado, le encajamos un vestido enorme, en el cual q ic-dó hundido. Yo mismo me vestí de coracero, y Soriol nos hizo Luego hizo como velera y bebido, y la palangana ejecirt^r maniobras y ejercicios complicados, esta proposición: "Ya que estamos vestidos nos, bebamos como veteranos!” Al efecto, un ponche fue preparado luego por segunda vez la llama ardió sobre llena de ron. De repente Potvin, que quedaba, a pesar de todo, ducho de si, nos hizo callar; y después de un silencio de algunos segundos, dijo a media voz: “¡Estoy seguro que hay alguien en el estudio." Soriol se levantó como pudo y gritó: "¡Un ladrón 1 ¡Qué suerte!” Y siguió entonando La Marsellesa. ■ “Aux armes citoyens!” Tomó armas de una panoplia pegada a la pared y nos armó, según nuestros uniformes. Recibí un mosquete y un sable, Potvin un gigantesco fusil con bayoneta, y Soriol, no encontrando la que necesitaba, se apoderó de una pistola de gendarmería que enganchó en su cinturón y de una hacha de abordaje que agitaba encima de su cabeza. Luego abrió con precaución la puerta del estudio y el ejército entró en el territorio sospechoso. Cuando estuvimos en la inmensa pieza, obstruida de . cuadros enormes, de muebles, de objeto' extraños e imprevistos, Soriol nos dijo: “Me nombro a mi mismo General. Formamos Consejo de Guerra. Tú, los coraceros, te vas a cortar la re airada al enemigo; es decir, a dar una vuelta a la llave de Ja puerta; tú, los granaderos, vas a servirme de escolta.” 1 Ejecuté el movimiento ordenado, y luego me junté con el grueso del ejército que efectuaba un reconocimiento. En el momento que iba a meterme detrás de un gran biombo, estalló un ruido furioso. Me abalancé llevando siempre la vela en la mano. Potvin acababa de atravesar de un golpe de bayoneta el pecho de un maniquí, al cual Soriol descalabraba la cabeza a hachazos. Reconocido el equivoco, el General mandó: “¡Seamos prudentes!” y las operaciones siguieron adelante. Hacía veinte minutos por lo menos que registrábamos las esquinas y los rincones del Estudio, sin éxito, cuando Potvin tuvo la idea de abrir un enorme armario. Era sombrío y hondo; adelanté el brazo que llevaba la luz y me eché para atrás estupefacto; un hombre estaba allí, un hombre vivo que me habia mirado. Inmediatamente volví a cerrar el armario con doble vuelta de llave, y tuvimos otro consejo. Las opiniones estaban muy divididas, Soriol quería ahumar a! ladrón, Potvin quería reducirlo por el hambre, y yo propuse hacer volar el armario con pólvora. El voto de Potvin prevaleció, y mientras hacía la guardia con su gran fusil, fuimos a buscar los restos del ponche y nuestras pipas. Luego nos instalamos delante de la puerta cerrada y bebimos a la salud del prisionero. Al cabo de media hora Soriol dijo: "No importa, pero deseo mucho verlo de cerca; ¿si nos apoderáramos de él por la fuerza?" Grité: “Bravo,” y cada uno se precipitó sobre sus armas. La puerta del armario fué abierta, y Soriol, armando su pistola que no estaba cargada, se lanzó el primero. Le seguimos aullando. Esto fué un atropello tremendo en la oscuridad. Y después de cinco minutos de una lucha estupenda, sacamos a la luz una clase de viejo bandido, lleno de canas, asqueroso y harapiento. Le ligamos los pies y las manos y le sentamos en un sillón. e No abrió la boca. Entonces Soriol, penetrado de una borrachera solemne, se dirigió a nosotros. —Vamos a juzgar a este miserablel Yo estaba en tal estado de embriaguez que esta proposición me pareció de lo más natural. Potvin fué encargado de presentar la defensa y yo de sostener la acusación. Fue condenado a muerte por unanimidad de votos, menos uno, el de su defensor. —Vamos a ejecutarlo, dijo Soriol. Pero tuvo un escrúpulo: Este hombre no debe morir privado de los socorros de la religión; hay que buscar un sacerdote. Hice la objeción de que era muy tarde; entonces Soriol me propuso desempeñar el oficio y exheto al criminal para que se confesase conmigo. El hombre hacia como cinco minutos que meneaba los ojos con el mayor espanto y se preguntaba con qué clase de seres tenía que habérselas. Entonces articuló con voz cavernosa, quemada por el alcohol: “Ustedes bromean, sin duda!" Pero Soriol le arrodilló a la fuerza y le dijo: