23 de Noviembre, 1924. REVISTA CATOLICA 777 ___________________________________ ——SKCCION amena—T" L_______ _______________________________________________________ LA MUERTE DE LA FIERA. I. Viajaba yo en el ferrocarril, para asistir a la inauguración de un sindicato católico. Frente a mi asiento, platicaban animadamente dos líderes socialistas; hablaban de sus próximos trabajos para conseguir la huelga obrera de todas las compañías mineras de la localidad, de sus ligas con el gobierno, de sus aspiraciones políticas y del porvenir de predominio y riqueza que les esperaba. Tuve que escuchar pacientemente aquella charla, haciendo esfuerzos para no mostrar mi repugnancia, hasta que afortunadamente me fui quedando dormido.... Todos los centros mineros habían entrado en efervescencia. Aquellos dos hombres eran incansables. Iban de una a otra mina, hablando aquí, rogando y suplicando más allá y hasta exigiendo y amenazando, que al fin y al cabo contaban con el apoyo más o menos disimulado de las autoridades, y había que sujetarse. No faltaron desde un principio quienes se dejaron alucinar por la palabrería y las promesas de aquellos falsos apóstoles, se adhirieron desde luego al proyecto de huelga y se convirtieron en fervientes propagandistas. Los sindicatos católicos estaban allí pequeños, vacilantes. Habían hecho hasta entonces esfuerzos sobre humanos para atraerse aquella gente y ya mucho se había conseguido. Recibieron con la desconfianza que era natural a los representantes de los rojos, pero quisieron obrar con cordura, calmar los ánimos que empezaban a exaltarse, estudiar desapasionadamente las demandas y ver si era posible obtener un arreglo, sin tener que recurrir al extremo desastroso de la huelga. Pero todo fué inútil; la huelga tenía que llevarse adelante, que ello entraba en los fines de aquellos dos polítcos charlatanes. La voz de cordura y acercamiento entre los directores de las minas y sus operarios, quedó completamente sofocada. Todo era alaridos y manifestaciones de odio entre los mineros; ya nadie hacía caso de los sindicatos católicos; los de sus directivas se vieron casi solos y de todas las minas asistían en tropel a la junta celebrada en la población cercana. Pronto quedó formulado el pliego de demandas que había de presentarse. Todo se pedía, hasta lo menos razonable....... ¡ qué digo se pedía!,.... se exigía, y si en un término perentorio no se accedía a lo solicitado, había que ir a la huelga. Pero ni lo descabellado de la demanda, ni la forma en que se hacía, agradó a los patrones y desde luego se negaron a acceder. Un último esfuerzo de los católicos ofreciendo servir de intermediarios, fracasó también. ¡La huelga!,... ¡ la huelga!,.... ¡ sólo la huelga!,... era el único arreglo. ¿ ¡ Protestar! ?,- ¿ ¡ pedir auxilio a la fuerza ... ... pública!?,--- Sí, la fuerza pública fué, pero no para prestar auxilio y dar garantías a los que quisieran trabajar sino para ayudar a los huelguistas. En dos o tres intentos que hicieron los libres para reanudar los trabajos, salieron duramente castigados. Pasaban los días, y la huelga se prolongaba. Los momentos de más exaltación, habían terminado; los fondos de resistencia que se repartían entre los más fervorosos partidarios de los rojos, iban ya muy mermados y todos empezaban a murmurar. Había que acabar pronto con aquella situación,--- ¡el hambre!,... ¡el hambre horri- ... ble!,--- ¡el hambre que retuerce el organismo humano, que estruja, que quema, que enloquece’ que exaspera, empezaba a sentirse ya en muchos hogares de aquellos pobres trabajadores!,.... y el arreglo, el ansiado arreglo, no llegaba nunca. " ¿Pero qué les importaba a aquellos dos políticos charlatanes, el hambre de las familias a quienes la huelga sumía en la miseria?... La fiera había dado su zarpazo. II. El administrador de una de aquellas minas, era un hombre de temple de hierro; recto, justo, inflexible; una vez tomada una determinación, no cedía nunca. Tan pronto como recibió las demandas de los trabajadores, comprendió que no eran sino un pretexto de los representantes de los rojos para sujetar a la gente bajo su dominio con fines políticos, mantenerlos en constante agitación y buscar dificultades a los dueños y encargados de las minas. Algunas de las demandas podrían ser más o menos razonables, pero no era esa la manera de llegar a un arreglo, ni convenía convertirse en juguete de los socialistas. Había que trabajar por guardar su independencia, y trabajaría- Inmediatamente convocó a los administradores de las otras minas y les hizo prometer solemnemente que estarían todos unidos para rechazar la tiranía roja, que esa unión no se rompería nunca y que, por lo pronto, no había que ceder. Telegrafiaron a los dueños de las minas y de ellos obtuvieron completa autorización y apoyo. Un abogado de nota que había de dar todos los pasos por las vías legales y, resueltos a obrar con entereza, esperaron el ataque. Este no se hizo esperar mucho tiempo; empezaron las amenazas de los más exaltados, encabezados por los dos embaucadores, la paralización de los trabajos, el trapo roji-negro plantado en los campamentos mineros, los encuentros lamentables entre obreros de uno y otro bando, la destrucción de algunas de las máquinas, la voladura de dos o tres subterráneos; en fin, la huelga roja con todos sus desmanes y atropellos. Pero los representantes de las minas no se doblegaban.