Patria, es lá parte esencial de todas las festividades; y por eso el pueblo puso en ella todo su entusiasmo, la noche luminosa y resonante en que su libertad cumplió cien años. Impulsada por noble entusiasmo y traída por tal fiesta de luz y de color, la multitud jovial y entusiasta dejó los hogares para recorrer las calles y las avenidas; en aquel cuadro^ que convertía a México en una enorme ascua de oro, se notaba desde luego la palpitación de la vida, el regocijo seductor de la alegría, el hálito caliente de la juventud, agitándose en las ondas del mar popular que, sonoro y movedizo, iba inundando rápidamente las venas y las arterias de la ciudad. Había movimiento y animación en todas partes: en los parajes habitualmente concurridos, en los establecimientos mercantiles, en los centros de solaz y reunión, en las plazas y plazuelas de los barrios. La corriente general del público convergía de la periferia al centro; pero no por esto el tráfico de peatones, carruajes y tranvías dejaba de ser considerable en todos los rumbos. Llenaban el aire el estrépito formado por los vehículos, el bullicio de las turbas, los acordes de las músicas, los cantos de los comparsas, el desfile marcial de los marinos extranjeros—que en grupos numerosos discurrían, fraternizando con el pueblo y por él agasajados,— las aclamaciones y los vivas dé todos, el estallido de los cohetes y otros mil ruidos de aquel enorme júbilo. Se reflejaban y se condensaban en la ciudad de México las explosiones patrióticas de todas las xlemás poblaciones de la República, y se percibía aquí, en la Capital, con mayor intensidad, el latido de aquella emoción que hizo vibrar de igual modo el organismo enteró de la Nación y que pareció fundir en uno todos los corazones mexicanos. De tiempo en tiempo rasgaba la ti-niebla un enorme globo de fuego que se desgranaba en las alturas y regaba, en vistosa lluvia, destellos radiantes y florones de luz; grupos compactos de distintas clases cruzaban las avenidas,, acreciendo el alboroto con su algarabía, y el concurso aumentaba a §u tránsito por las calles y ave nidas y se engrosaba al desmbocar en la Plaza de la Constitución, que pronto se vió invadida tan completamente, que se hizo imposible el paso por ella; no obstante, todo el mundo continuaba dirigiéndose allá, porque allí había de efectuarse la ceremonia. Mlillares de personas llenaban ya el vasto paralelógramo. y todavía salían, de las calles que a el convergen, otros millares de indivuduos en pintoresco conjunto, que atronaban el aire con el son de silbatos, sonajas, cornetines, panderetas, bandolinas y vihuelas. En le Plaza, las maravillas de luz excedían a las de las calles y avenidas por la iluminación de los Palacios y de la Catedral, que parecían refulgentes en el espacio, proyectando su claridad a una gran distanaia. En cada una de las boca-calles de las avenidas que dan término en la Plaza, la perspectiva era prodijiosa, no sólo por arcos luminosos distribuidos, con profusión en ellas, sino por la i-luminación y adorno de las fachadas de los edificios, cuyo aspecto era resplandeciente y seductor. Y en aquel conjunto en que la luz y el color triunfaban, había un tema reproducido por donde quiera, un motivo resaltaba en todas partes: las palabras Libertad, Independencia y Progreso, que representaban el ideal supremo del pueblo, por el que ha luchado lo mismo en sus constantes aspiraciones, que en sus fecundos años de trabajo. Como en años anteriores, la digna esposa del señor Presidente de la República, doña Cai men Romero Rubio de Díaz, ofrecía a la sociedad mexicana una recepción en los salones del Palacio Nacional.. Los Embajadores. Enviados y Delegados Especiales; el Cuerpo Diplomático permanente; los altos funcionarios de la República, y las familias mas distinguidas se hallaban reunidas en los grandes salones de la Presidencia, que lucían su espléndido decorado y su magnífico mobiliario bajo verdaderos torrentes de luz. El señor General Díaz y su distinguida esposa recibían a la concurrencia con su proverbial fineza. Los miembros de las Embajadas y Misiones Especiaels y Permanentes y de las Delegaciones y los diplomáticos mexicanos se presentaban brillantemente uniformados, y los altos funcionarios llegaban con valiósas condecoraciones: los Jefes v oficiales del Ejér cito y de la armada Mexicanos y los de los extrajeres que en México se hallaban aparecían vestidos de gran gala, v las señoras y señoritas llevaban bellísimos tocados, trajes del mejor gusto y ricas joyas de va’or extraordinario. Seguramente el Palacio Nacional nunca había reunido tan lutosa y amplia representación de las Naciones más cultas del Mundo y de nuestra mejóf spciedad; porque no . solo se encontraban presentes Embajadores, Ministros y Enviados ele los países con quienes México cultivaba relaciones amistosos sino Miembros de parlamentos extrajéros; Oficiales de las Marinas de Naciones poderosas; Delegados de Colegios, Universidades y centros docentes de otros países: representantes de la más conspicua intelectualidad mundial, y todas las familias mexicanas más estimables. Tan numerosa concurrencia llenaba por completo el departamento presidencial. Por lo que toca a la Plaza de la Constitución, a las diez de la noche no había en ella, a pesar de ser tan amplia, un solo punto libre. El Orfeón Popular, en cuyos coros tomaron parte números hombres y mujeres, entre éstas las alumnas de la Escuela de Artes y Oficios, ejecutó notables números musicales, que a-compañaron las bandas del Estado Mayor y de Artillería; a esta audición, que deleitó al público, se unió el espectáculo de los fuegos artificiales, que formaban siempre el embeleso de las multitudes populares y que en el Centenario estuvieron muy sorprendentes, como hechos exprofeso en Francia y México. La sensación intensa que año por año experimentan los concurrentes al “Grito” en los momentos que lo preceden y en los breves instantes que dura el acto, y la impaciencia que en tal ocasión devora a los mismos instantes, fueron insuperables la noche del 15 de septiembre de 1910. en que se trataba de conmemorar el Centenario de la proclamación de la Independencia con mayor solemnidad que nunca. La muchedumbre, a medida que el iempo se deslizaba y que la ansiedad acrecía, se iba haciendo más y más compacta; la tropa se preparaba a rendir en el histórico momento los honores debidos al Primer Magistrado; los invitados a Palacio se agrupaban en los balcones del edificio; la multitud se estremecía, pronta a romper en un clamor de entusiasmo y de júbilo desbordante. Faltaban solo momentos para que dieran la sonce de la noche y la Nación entera vibraba poseída por un mismo sentimiento de amor a la Patria. De pronto, el señor Presidente de la República, empuñando la bandera nacional, apareció en el balcón cen-. tral de Palacio, acompañado por el señor Vice-Presidente, los señores Secretarios de Estado y los señores Embajadores. La hora tan deseada sonó en el reloj de Catedral, y el Señor General Díaz, Jefe del Supremo Gobierno, caudillo del pueblo y primer ciudadano de México, repicó la sagrada esquila de Dolores, hizo ondear el lábaro tantas veces salvado por él mismo, y con voz sonora y firme, en la que temblaba una viril emoción, pronunció las palabras solemnes: ¡Viva la Independencia! ¡Vivan los héroes de la Patria! ¡Viva la República! ¡Viva el pueblo mexicano! Y la respuesta grandiosa y unánime brotó de todos los corazones y salió-de todos los labios en un grito delirante, y numerosas bandas dejaron oír las sonoras harmonías del Himno Nacional y entre los sonidos, marciales de las cornetas, el redoblar de los tambores, el estallido de cohetes y las detonaciones de las salvas, aquella exclamación repercutió en el espacio y lo llenó como el voto supremo de todo un pueblo libre. Después, el regocijo salió del cauce de la Plaza y se desbordó por las calles de la ciudad, recorrida en todos sentidos por al multitud, que no cesó ' de atronar los aires con cantos, músicas, vivas y aclamaciones, en los que palpitaba el alma popular, hecha en los días de prueba con abnegaciones y sacrificios sin cuento, y pictórica en la celebración del Centenario, del noble orgullo y la satisfacción suprema de quienes, cumplidos sus deberes de hijos, esperan tran quilos el alborear del porvenir. XXX Esta crónica fidelísima de la más significativa de las fiestas del Centenario, fué escrita hace cinco años por el Diputado Manuel H. San Juan. Leyéndola en el destierro," revivimos tiempos mejores, y nos parece que la destrucción de la Patria sólo ha sido una horrenda pesadilla. Sin embargo, pronto nos convencemos de que el. triunfo de la barbarie ha sido una realidad, y de que todavía tenemos que luchar mucho, par restaurar en México la cultura.