Primeros disparos de las tropas Búlgaras en su lucha contra los Servios. de Francia. Nos hemos batido a sable; he sido herido; tengo todavía la señal de la herida al través de mi frente. No se sospechó que mentía. La historia se esparció; las manos se extendieron hacia la suya; el caricaturista vino a su encuentro como los demás. El lo perdonó. Y debido a esta leyenda, acabó en paz su tiempo de escuela. Cuando el regimiento en que había entrado de servicio fue designado para que partiera a una lejana colonia, contra un enemigo salvaje que resistía valientemente a los franceses, se levantó para ir donde estaba su coronel y decirle: —Dejadme permutar. Mi padre está muy viejo, me ha suplicado que no me aleje. He tenido la debilidad de ceder a sus súplicas. Pero desde la puerta, al ver entrar al subteniente, kepis en mano, con ¡a frente cubierta por una bella cicatriz, el coronel exclamó: _____Ah ¡mi valiente joven! qué suerte tenéis para vuestros estrenos. Volveréis con la cruz. Y no se atrevió a presentar su vergonzosa petición. Se hizo al mar y recorrió con su regimiento algtnas leguas en un país pantanoso. Babia esperado que la fiebre lo retendría en el hospital. Esta no le hizo su presa por ironía. Una noche durmió muy cerca de las avanzadas enemigas. Por la mañana su capitán lo llevó en reconocimiento con una débil compañía para tantear el terreno. De repente, los chinos invisibles salieron de todas partes y los franceses no tuvieron sino el tiempo de meterse en un fortín abandonado, para escapar a la matanza. Se tendió allí al capitán gravemente herido, y que ya no podía sostenerse sobre sus piernas. Hizo llamar al subteniente y le dijo: —Amigo mío, atad una bandera a vuestro sable y subid al terraplén. Haced señal de que estamos acorralados: es preciso que nos liberten. Los chinos van a disparar sobre vos. Nos alcanzarán. Y además, es el deber. El subteniente no dijo una palabra, no palideció, pero súbitamente se puso frío como una piedra. Con manos que no temblaban, ató su pañuelo al sable y con paso viva subió al terraplén. Su silueta se destacaba en claro sobre el cielo azul. Parecía de abajo de una estatura extraordinaria. En el acto una descarga nutrida de fusilería partió del fuerte. El no parecía oírla. —¿Y bien? dijo el capitán. Sin darse cuenta, respondió: —Han visto. Vienen. —Bajarle pues, exclamó el Jefe. ¡No tuvo tiempo de responder! Abrió los brazos, se dobló sobre las rodillas y, como arrastrado hacia atrás por el peso de su cabeza, desde lo alto del terraplén rodó al foso interior haciendo desmoronarse la tierra. Algunos soldados se precipitaron para levantarlo. Una voz exclamó: —¿Estáis herido? Estaba tendido en tierra, con los ojos abiertos, inerte, con una bala en medio de la frente. Los soldados le miraban consternados. Entonces el capitán se arrastró hasta el cuerpo y después de haber mirado un instante --se rostro para siempre inmóvil, pronunció estas palabras: —Era un valiente. HUGUES LE ROUX.