con cemento; asi había caído en polvo la capá gris que el incienso, quemado por varios siglos}, había dado a la piedra. . Es quizá un tanto sacrilega esa raspadura; pero me parece que brinda una magnífica oportunidad para admirar. De hecho, bajo la monótona tinta gris cenicienta a la que estamos acostumbrados en nuestras iglesias antiguas, loá esbeltos pilares, las finas nervaduras de las bóvedas, parecen por decirlo así, de una sola pieza y hacen pensar en que surgieron solas y sin esfuerzo alguno. Aquí todo lo contrario: los millares y milla-tes de pequeñas piedras, tan distintas unas de otras al haber sido renovadas, se hacen incomprensibles y desconcertantes, al sostenerse suspensas formando la techumbre interior a tal altura sobre nuestras cabezas, y, mucho mejor que en las iglesias cubiertas uniformemente con una tinta ceniza, tenemos la revelación de toda la paciente y milagrosa labor de aquellos artífices de antaño que, sin la ayuda- del hierro y de todos los auxiliares modernos, consiguieron hacer que esas cosas frágiles y aéreas se mantuvieran juntas por incontables años. En la Basílica, como en su exterior, reina un silencio que angustia, puntuado lentamente por los disparos de cañón. Y sobre el trono Episcopal permanece legible una inscripción que, en medio de aquel caos, adquiere la fuerza de un irónico anatema en contra de los bárbaros: “Fax et Jiistitia/’ Avanzamos pisando fragmentos de todas clases^de los que nos apartamos cada vez que nos es posible, por respeto a los pedazos preciosos de vidrios estañados, pues hace daño oír bajo los pies el crujido del vidrio que se quiebra. Todo el esplendor del poniente estival al que no estamos habituados en santuarios como éste, penetra a torrentes por las brechas abiertas en los muros y por las ventanas íinamen te puntiagudas, ya sfn velos. La doble fila de pilares se hunden en perspectiva, en la blancura luminosa, como avenidas paralelas de gigantescos tron eos albos. Cuando salimos de la Catedral, surge ante nuestra vista, en una de las calles abandonadas, un muro cubierto con carteles impresos, los que según parece, las granadas han tenido especial empeño en destruir. Habían sido colocados unos junto a otros, lo más apiñados posible, superponiendo las orillas como con celo del espacio que los otros ocupaban, cniQ ansiosos de cubrirse, de devorarse. A despecho de la lluvia de balas caída sobre ellos tan certeramente, pueden leerse todavía algunas frases que eran sin duda las más importantes, ya que estaban impresas en grandes caracteres para impresionar la vista: “Traición!, Falsedad desvergonzada!” clama una de esas líneas. “¿Calumnia infame, mentira innoble!” responde otra, en enormes letras de anuncio-----¿Qué significa, en el nombre del Cielo, todo esto? Oh! sí, las mezquindades de nuestras pequeñas luchas electorales de hace tan poco tiempo, que han permanecido allí, legibles aún, como en la picota, a pesar de las lluvias de dos veranos y de la nieve de un invierno! ¿Cuán sorprendente la resistencia de cosas tan absurdas, pegadas a los mu ros en sencillas hojas de papel. De ordinario, pasamos al lado sin mirarlas, pues no nos merecen ni el desdén, ni siquiera un encongimiento de hombros. Pero en esa pared, donde la ironía de las balas les ha hecho justicia, tocándolas mil Veces, adquieren de súbito algo irresistiblemente cómico y les debemos un momento de diversión, de franca y sonora risa, y esta es, indudablemente, la única ocasión, durante su mísera existencia en la que han logrado algo bueno. Hoy ¿quién-recuerda siquiera esas pequeñeceses del pasado? Los mismos que las escribieron han de ser los primeros en reírse de ellas y quizá a esta misma hora se hallen combatiendo lado a lado, como hermanos. Más tarde, no lo niego, cuando los bárbaros se hayan marchado finalmente, nuestros sectarismos tratarán de levantar la cabeza nuevamente en este o en aquel lugar, mas no por eso dejarán de haber recibido en la gran guerra el golpe del que no habrán de recobrarse. Porque sea lo que fuere lo que el destino nos reserve, nada será capaz de hacer que no haya habido en Francia, de un extremo al otro de rt,uestra línea de batalla, por muchos meses, esa red intrincada de madrigueras subterráneas a las que llamamos las trincheras. Viesas trincheras, que a primera vista parecen ser nada más qi.e espantosas guaridas de sórdida miseria y de sufrimiento, comprobarán haber sido, al contrario, el más espléndido de los templos, al que hemos acudido todos para purificarnos y, por decirlo así, para unirnos en comunión en la misma santa mesa.